Por Golondrina Viajera
@nuezgolondrina
Yo no sé ustedes, pero a mí me gustan los mezcales desde siempre. Ahora se han puesto de moda como cosa chic y los venden carísimos en todas partes, pero hubo una vez en que el mezcal era una bebida mística, de conexión espiritual y encuentro con el ser. De un tiempo para acá, los maestros mezcaleros se han organizado y cada vez más logran precios de comercio justo para sus productos, pero lo cierto es que el camino por recorrer aún es largo. Hay pueblos en donde el litro de mezcal, de agaves silvestres como el madrecuishe o el papalómetl se sigue vendiendo en treinta pesos, cuando en el mercado internacional puede superar los cincuenta dólares fácilmente.
Con la finalidad de abastecerme de mezcales y de ser feliz me fui con mi pareja a Oaxaca el pasado fin de semana. A Oaxaca regreso siempre, aunque Joaquín Sabina diga que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Me gusta su música, su cantera verde, sus templos, sus galerías de arte y su oferta gastronómica diversa e interesante. De eso quiero hoy hablarles. Ya tendré ocasión de reseñar lugares como Casa Oaxaca o Zandunga que son mis favoritos, pero hoy quiero hablarles de Pitiona, un restaurante de cocina molecular del que mucho había escuchado pero que no conocía.
Pitiona se encuentra sobre Allende, muy cerca de Santo Domingo. Está en una casa tradicional oaxaqueña y si un día pasan por allí sin tiempo de quedarse a comer, les sugiero se tomen un trago en la barra de su cantina, que es de verdad exquisita. Nosotros como buenos gourmet que somos, apartamos toda la noche para cenar allí y pedimos un menú de degustación de once tiempos con maridaje, de estos que resultan muy interesantes en lugares como Pujol en la ciudad de México o Kuuk en la blanca Mérida.
De entrada nos trajeron un ceviche de pescado y un mezcal. El ceviche estaba insípido. Después vino un molote de plátano con relleno de tinto y una galleta de queso, acompañado con mezcal Unión. Nada especial hasta ahí. El tercer tiempo fue un huarache de suadero con masa en grasa de rib eye y tuétano. Aquí ya empezamos a entendernos, pues han de saber que soy carnívora y amo el colesterol del bueno. Le siguió un tirado de atún con jícama y serrano, y una copa de vino blanco, más bien corrientito. Luego una sopa de fideo con quesillo encapsulado a lo Ferrán Adriá, con un rosado de Casa Madero que no estaba a la temperatura adecuada.
Para el sexto plato, ya los alcoholes comenzaban a hacer estragos. Trajeron a la mesa una trucha con guías, mojo de pepita con chile de agua, piojito, gel de guías y caldo con ejote baby, y con él nos acercaron otro mezcalito comercial de cuyo nombre no quiero acordarme. Este platillo me pareció una excelente propuesta para recordar nuestras raíces, pues tenía todo el sabor de pueblo. A continuación nos sirvieron un pescado frito de palo de chile con pitiona, hartas yerbitas, pápalo quelite, oreja de león, y otras, que se acompañaron muy bien con una cerveza pale ale con pitiona. Han de saber que la pitiona es una planta aromática como la yerbabuena o la menta, que es usada en la cocina oaxaqueña pero que no es fácil de conseguir, por lo que se valora más. Cuentan las abuelas que tiene propiedades analgésicas y antireumáticas. Mientras nos explicaban esto llegó un pasaboca de helado de sandía con pitiona, para limpiar boca, porque la degustación aún no terminaba. El noveno tiempo fue un taquito de lechón delicioso con una copa de Nebbiolo Cetto, que resbaló bien, aunque pudo haber sido mejor. Yo pensaba en aquel cántico jarocho que dice “no es que sea tragón, es que no me gusta malpasarme”, cuando trajeron un puerco en waxmole, con brotes y chicharrón. Uff, exquisito. Lo acompañaron con un Barbera de Santo Tomás, que tuvo mejores años. Terminamos con una nieve de cacao, buñuelo y mousse de… miento, no recuerdo de qué fue el mousse, ya las copas se habían encargado de hacer que perdiéramos puntual registro.
Nos despedimos después de una espléndida velada –la compañía siempre hace mejor la noche–, y luego de preguntar qué habíamos roto, porque es rico, pero un poquito caro. En resumen, el lugar muy bien, la comida bien, sólo es cuestión de que cuiden un poquito un par de platos que desmerecen el menú de degustación o los cambien. Donde sí les pongo una espantosa equis es en las bebidas del maridaje. A quienes nos gustan los mezcales no nos importan las marcas, sino su variedad, su cuerpo, la capacidad de detonar en nosotros experiencias, recuerdos. Valdría la pena que el chef se acercara un poco más a los maestros mezcaleros y subiera una rayita la calidad de los vinos que sirve, para que su cocina no desmerezca. Salimos al fresco de la noche oaxaqueña. Nos despidió un cuadro de Filemón Santiago, y entre el color, la música de una calenda y el cielo estrellado, sentimos que era un buen pretexto para abrazarnos.