Por Danner González
@dannerglez
Nos gusta Churchill. Nos fascina su estilo desenfadado, su potencia verbal, su insolencia, su capacidad de beber como cosaco de las estepas –incluso en los momentos más difíciles–, despachando asuntos de la guerra desde la comodidad de su cama o desde el retrete con un puro en la mano. Nos gusta la figura de Churchill porque nos hace sentir que los asuntos más complejos de la vida no tienen por qué ser asumidos como tragos amargos, y que las penas con whisky son menos.
La revisión histórica de la vida de Churchill es pertinente a estas alturas en que nuestro tiempo está urgido de líderes. Se vuelve necesario releer desde una nueva óptica la vida de los grandes personajes. El mayor acierto de las películas recientes sobre su figura es que le muestran humano, demasiado humano, sin el aura de su mitificación. En Las horas más oscuras vemos a un hombre agobiado encogerse de hombros y reconocer: –Carecemos del don de la templanza. Quizá la carencia que más acosa a los hombres y mujeres de Estado sea el don de la templanza. La capacidad de tomar decisiones depende en gran medida de la serenidad del pensamiento, de no perder los estribos en momentos cruciales.
Es muy probable que este año Gary Oldman gane el Óscar como mejor actor por su caracterización e interpretación del Primer Ministro británico en los años de la guerra. Su actuación resume los gestos, los jadeos inseguros, las miradas intempestivas y hasta los sudores de un hombre que enfrenta cuestionamientos de sus pares e incluso de un Rey timorato. En esas horas difíciles, Churchill se ve obligado a responder con audacia y con una alta dosis de motivación a las exigencias de su Nación. Los pueblos a menudo necesitan un líder que les inspire, no solamente un buen tomador de decisiones. Cada vez menos gobernantes pasan a la historia hoy porque han perdido su papel de inspiradores de pueblos. A menudo, su desempeño se reduce al de meros administradores de problemas. Churchill pasa a la historia, primero, por haber sido un gran inspirador de pueblos.
Hace un par de años tuve la oportunidad de entrevistar a don Enrique González Pedrero, escritor y político, rara avis, ex gobernador de Tabasco y ex director del Fondo de Cultura Económica. Le pregunté en esa ocasión por qué no escribía sus memorias. Su respuesta fue sumamente honesta: –Porque para memorias las de Churchill o las de De Gaulle. Uno, a lo sumo, podría alcanzar a escribir tímidos recuerdos. Don Enrique se refiere desde luego a la Historia de la Segunda Guerra Mundial que habrá de valerle a Churchill el Premio Nobel de Literatura. Winston habrá de ser recordado entonces, no solo como un espléndido inspirador de pueblos, sino además como un fornido hacedor de palabras.
Quisiéramos ser Churchill. Nos fascina por muchas razones, pero quizá principalmente porque ya nos gustaría beber con esa maestría y seguir hilando ideas lúcidas sin escenas penosas de las cuales arrepentirnos. Es una pena que Porfirio Muñoz Ledo no haya sido Presidente de México, porque sospecho que habría sido nuestro Winston. La inteligencia no está reñida con la alcoholemia. Quien está afectado de estulticia lo está per se, y en tal caso, su estado natural no hace más que potenciarse al amparo de unos tragos. Baste recordar a ese catarrín de cuarta que ocupó la Presidencia y que responde –si está lo suficientemente sobrio– al nombre de Felipe del Sagrado Corazón de Jesús Calderón Hinojosa.
Pero advierto que me he desviado del tema. Por lo pronto, estoy planeando ordenar mi colección de películas, series y documentales sobre Churchill para convocar a un maratón entre amigos, un sábado cualquiera. Creo que sería muy aleccionador para comprender el genio de este gran hombre, y también un buen pretexto para compartir unos vasos de single malt y unos habanos con la vitola que por ser su favorita, lleva hoy su nombre. ¿Quién se apunta?