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Danner González

 

 

Uno

El 26 de noviembre me desperté de madrugada para abordar un avión que me llevaría a Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. La alarma me recibió con una notificación en el teléfono: Muere a los 90 años Fidel Castro. La víspera había estado leyendo el último trecho de La rebeldía histórica, el apartado más contundente de ese fornido ensayo de Albert Camus que es El hombre rebelde. Camus hace una revisión de los procesos revolucionarios y se detiene especialmente en Rusia, en la revolución leninista.

 

Al leerlo, subrayé algunas frases que aquí recupero:

“La mistificación pseudorrevolucionaria tiene ahora su fórmula: hay que aniquilar toda libertad para conquistar el Imperio y, un día, el Imperio será la libertad. […]

 

La verdadera pasión del siglo XX es la servidumbre. […]

La revolución mundial, por la ley misma de esta historia que imprudentemente ha deificado, está condenada a la policía o a la bomba. […]

 

La ciudad que pretendía ser fraternal se convierte en un hormiguero de hombres solos. […]

 

Prometeo, el primer rebelde, recusaba con todo el derecho al castigo. El propio Zeus, sobre todo Zeus, no es lo bastante inocente como para recibir este derecho. En su primer movimiento, la rebeldía niega, pues, en su legitimidad al castigo. Pero en su última encarnación, al término de su agotador viaje, el hombre en rebeldía vuelve a aceptar la noción religiosa de castigo y la sitúa en el centro de su universo.”

 

Pensé una vez más en Porfirio Díaz y en el juicio sumarísimo que le hizo la revolución de 1910 y luego la revolución hecha gobierno y dictadura en los libros de texto de la clase gobernante. Pensé en el Fidel joven, el abogado arrebatado que asaltó el Cuartel Moncada y que sentenció en un brillante alegato: La historia me absolverá. Luchaba entonces contra el corrupto Presidente Carlos Prío Socarrás. Lo repetí en mi mente en esas horas intempestivas, a manera de mantra, intentando hacerle a Díaz y a Fidel, una vez más, las sumas y las restas.

Pienso en que a más de cien años de haber sido depuesto, Díaz espera en el tribunal de la historia la sentencia sobre una apelación que sólo el tiempo ha podido enderezar con objetividad y matices; pruebas supervinientes, como dirían los litigantes. Pienso en que, al menos en Cuba, al Comandante nadie le dijo nunca Castro, sino Fidel. El nombre propio humaniza, sugiere intimidad; el apellido es impersonal, construye barreras. Fue Fidel hasta la muerte y Fidel ya es, hoy, como todos.

 

Dos

Pero, ¿quién juzgará entonces? Pregunta Camus en El hombre rebelde. Moría en La Habana Fidel mientras yo, ajeno al internet, que insiste en alejarnos del recogimiento que permite aproximarse al acto de pensar, leía:

 

“El mundo del proceso es un mundo circular en el que el éxito y la inocencia se autentifican uno a otra, en el que todos los espejos reflejan la misma mistificación. […]

 

En el siglo XX, el poder es triste.”

 

Fidel se ha ido y con él, el despertar de la conciencia de América Latina, que vio gracias a él, que podíamos ser mucho más que el patio trasero de los Estados Unidos. Quizá si Fidel viviera le diría a Camus que en efecto el poder es triste, pero es más triste aún no tener la voluntad y el poder para transformar la sociedad en que vivimos.

 

Tres

Es 25 de noviembre y Fidel se ha ido en la misma fecha en que zarpaban –lejano ya el año de 1956– de Tuxpan, Veracruz en un yate llamado Granma, esos locos que harían la revolución de los barbudos, de los poetas, de los alegres, de los habanos y el asma, una revolución que permitió a los jóvenes soñar que después de dos grandes guerras, el siglo XX sí podía ser un mejor lugar si se luchaba para conseguirlo.

 

Eran 82 expedicionarios amontonados en una pequeña embarcación gringa de 13,25 metros de eslora, manga de 4,76 metros y puntal de 2,40. Es probable que estos hombres recordaran en aquella hora marítima, que hacinada en barcos llegó también la esclavitud a Cuba, al Caribe y a la América Latina entera.

 

A la 1:30 o 2 de la mañana partimos a toda máquina escribe en su Diario, Raúl. A toda máquina es un decir que expresa la emoción del momento, porque el Granma tiene solo dos motores con dificultades y llueve cuando salen de Tuxpan. La escritura del yate dice que fue construido en 1943, hecho de madera y motor de aceite con una sola cubierta, sin mástil, proa inclinada y proa recta. Menuda contradicción histórica es que el yate en el que viajan los libertadores de Cuba, los que habrán de plantar cara al imperio, lleve un nombre gringo: Granma, abuela.

 

Es posible que hoy estén fuera de lugar esas consignas, o que a fuerza de repetición, hayan quedado sin sentido, pero hubo una vez en que Patria o Muerte, Venceremos, tuvo algo más que un contenido semántico color carmesí, y que Hasta la Victoria, Siempre, fue mucho más que un grito rebelde.

 

El hecho es simple: Nos gustan las revoluciones porque vienen siempre cargadas de poesía y de sueños y porque sabemos con Westphalen que el sueño no es un refugio sino un arma. El mundo siempre necesitará poesía, siempre, aunque parezca no saberlo o se rehúse a aceptarlo. Frente a la muerte la poesía es vida. Latinoamérica lo supo siempre. Hay vida en los poemas de Cardenal y en los de Darío, en los primeros versos de Nicolás Guillén y hasta en los rabiosos pinceles de Portocarrero. Dice Roberto Blanco Moheno en Tata Lázaro al narrar el trágico enamoramiento de Felipe Carrillo Puerto: “trovador y hombre de Estado no se puede ser sino en los cuentos de hadas”. Exacto las más de las veces, Blanco Moheno en esto se equivoca. José Martí, quien escribió los Versos Sencillos, los textos de La Edad de Oro y cuyos ecos poéticos llegan hasta los compases de Guantanamera, le responde a la distancia que en Cuba sí se puede ser trovador y hombre de Estado. O tal vez tenga razón Blanco Moheno, porque la Cuba de Maceo, Gómez y Martí es de suyo un cuento de hadas, uno en el que una pequeña isla en el Caribe (como la aldea de Ásterix y Óbelix) resiste contra todo vaticinio, de pie frente al Imperio. Están locos estos romanos.

 

Cuatro

Mi amigo Francisco dice que Cuba es una novela donde nadie quiere vivir. Y es que muchos viviríamos en La Habana de Wim Wenders, en la Habana para un infante difunto de G. Caín o en la que una mañana de agosto canicular vimos con Eusebio Leal, entrañable Virgilio que lo sabe todo. De la Cuba del período especial en cambio, solo pueden hablar los cubanos. Hacerlo desde fuera es más bien deshonesto.

 

Antes he escrito un artículo en el que me he referido al bloqueo económico. El lector interesado puede encontrarlo en internet bajo el nombre de Resolver Cuba. Unos párrafos serían insuficientes para sintetizar un proceso histórico de particularidades tan complejas como el que ha enfrentado Cuba desde la caída de Fulgencio Batista. Basten por el momento algunas preguntas:

 

¿Alguien dijo ya que el bloqueo económico de Estados Unidos atenta contra el derecho al desarrollo del pueblo cubano? ¿Alguien ha pensado que en Cuba hay asignaturas pendientes en materia de derechos humanos de la misma forma que las hay en otros países que predican la democracia en el mundo, pero que no firman siquiera tratados y convenciones de derechos humanos ni reconocen jurisdicciones de tribunales penales internacionales que podrían juzgar crímenes de lesa humanidad perpetrados en todo el mundo, como el genocidio o la desaparición forzada de personas? ¿Alguien logrará que Estados Unidos desocupe Guantánamo para que vuelva a ser territorio cubano y no un lugar en donde se perpetran violaciones a los más elementales derechos de los seres humanos?

 

Interludio musical a cargo de Carlos Puebla

Aquí pensaban seguir/ ganando el ciento por ciento/ con casas de apartamentos/ y echar el pueblo a sufrir./ Y seguir de modo cruel/ contra el pueblo conspirando/ para seguirlo explotando/ y en eso llegó Fidel./ Y se acabó la diversión/ llegó el Comandante/ y mandó a parar.

 

Cinco

Se sabe que tras la Revolución Cubana hay analfabetas en todo el mundo pero ninguno es cubano. Se sabe que hay mujeres y hombres desnutridos en todo el mundo pero ninguno es cubano. Se sabe que hay niños en situación de calle en todo el mundo pero ninguno es cubano.

 

Pero, ¿quién juzgará entonces? Después de todo, ¿no ha sido la historia de las revoluciones una sucesión de juicios a priori? La guillotina francesa ¿no vio subir uno tras otro al patíbulo a Luis XVI, Danton, Desmoulins, Saint-Just y Robespierre? ¿No pasó lo mismo en la revolución rusa con Bujarin, Lenin, Trotski? ¿Y a Madero, Zapata, Villa, Carranza, Obregón, no los ajustició sumariamente su tiempo? ¿Quién juzgará entonces y cuándo logrará el tiempo escindir de los procesos históricos la subjetividad del juicio?

 

El Díaz héroe de la Carbonera no es el mismo de Cananea y Río Blanco. El Díaz del 5 de mayo no es el mismo que se aferra al Orden y al Progreso. El Díaz que construyó kilómetros y kilómetros de vías ferroviarias para comunicar al país no es el mismo que no supo entender en 1909 que había llegado su tiempo.

 

Fidel en cambio supo construir su salida sin que la isla se desmoronara como todos pensaban que pasaría a su muerte. El Fidel del Moncada y el Granma no es el mismo que el Fidel del período especial. No podría serlo. El Fidel de los sesenta no es el mismo que contribuyó a combatir el SIDA o reconoció los derechos de la comunidad LGBTTT gracias a Mariela Castro. Pero un Fidel no anula a los otros. Para Fidel, con Martí, una rosa blanca, en julio como en enero.

 

Seis

Comencé a escribir un texto sobre Fidel la misma madrugada del 26 de noviembre. Al despertar le había dicho a Kathia, mi compañera: Ya no conociste la Cuba de Fidel. Me miró azorada. Murió anoche, le dije intentando el tono más imparcial posible. Me abrazó y me dio un pésame tan cariñoso, que por un momento sentí que se me había muerto un pariente. Nos despedimos. De camino al aeropuerto tuitee:

 

Ha muerto el último gran rebelde del siglo XX. Al mundo siempre le harán falta Camilos y Ches, Celias y Vilmas, como ayer, como mañana.

 

Y después:

 

La Cuba de Fidel nos enseñó a conservar la dignidad en tiempos revueltos y a nunca claudicar en la defensa de la grandeza de los pueblos.

 

Ya pocos saben, mediada la segunda década del siglo XXI, leer entre líneas. Nuestro mundo está encabronado y no atiende razones. Ponderación es una palabra en desuso. He meditado largamente las palabras que debo escribir y seguramente algunas de ellas serán malinterpretadas, porque cada quién lee lo que quiere leer, y entiende lo que quiere entender. No existen políticos puros, ni humanos puros. La humanidad es un compendio de luces y sombras, pero ¿de verdad tenemos que explicarlo todo? ¿No decía Mallarmé que cuando se proporciona la explicación el encanto desaparece?

 

Siete

Volvamos al 26 de noviembre. En las pantallas de la sala de espera del aeropuerto, CNN transmitía imágenes y entrevistas, reportajes que se sucedían, uno tras otro, sobre momentos cruciales de la vida de la isla y de Fidel ­–¿No fueron la isla y Fidel una elaboradísima simbiosis los últimos sesenta años?–. Fidel hablaba frenético, casi en trance, encantador, un discurso tras otro, interminable. El País a esas horas presentaba un amplísimo texto en línea sobre lo que Antonio Tabucchi señala en Sostiene Pereira como un arte poco apreciado del periodismo: las necrológicas adelantadas.

 

A mi lado, un hombre que rondaba los cincuenta años intentaba explicar a sus dos hijas adolescentes quien había sido Fidel Castro. Debían tener 3 o 4 años cuando Fidel cedió el poder a Raúl y se retiró a una discreta clandestinidad, enfundado en su desde entonces sempiterno pants Adidas que simbolizó en los últimos años su versión del descanso del guerrero. ¿Y solo porque fue Presidente sus funerales van a durar hasta el 4 de diciembre? Preguntó extrañadísima la mayor de las chicas, a quien nada le decían aquellas barbas y aquellos uniformes verde olivo, ni aquellos nombres de otros tiempos.

 

Pensé en que no podría significar lo mismo Fidel hoy que hace sesenta años, para los que nacimos en los ochenta, que para los que nacieron andado ya el siglo XXI. Pensé entonces que no habrá ya manera de decirle a muchos de ellos que Camilo, el Che y Fidel nos alentaron desde su pedestal histórico a hacer la revolución a muchas generaciones de jóvenes que luego no quisimos, o no pudimos, o no supimos cómo hacerla. Y pensé, para no olvidar y sobre todo para no repetir los errores de la historia, en un verso de José Emilio Pacheco: Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años.

 

Pensé también, a esas horas de la madrugada, que muerto el siglo XX, solo nos quedaría la incombustible memoria, alimento de insomnes y me puse a recordar como un viejo afectado de nostalgias. Recuerda, me dije recordando una novela de Juan Gabriel Vásquez. Mientras llegue el día del juicio, solo recuerda. Y piensa con tristeza como la reina de Alicia en el país de las maravillas, que es tan pobre la memoria que solo funciona hacia atrás.

 

Ocho

Recuerdo que en 1837, Cuba tuvo ferrocarriles. Antes que España.

 

Recuerdo que, asediados por bandoleros en el siglo XVIII, con el auge de la economía azucarera, en Bayamo, en Santiago, en Trinidad, en La Habana, los cubanos vivían acosados y quizá a partir de entonces se fueron acostumbrando a luchar en una suerte de duermevela, entre la resistencia y la muerte.

 

Recuerdo y me quedo con la bandera de Narciso López, con sus franjas blancas y azules y con su estrella impoluta en campo de sangre, que no pudo ser jamás anexionada.

 

Recuerdo que Cuba fue la primera colonia española y no recuerdo pero puede que haya sido la última en independizarse. Nadie quería perder sus esclavos, tan útiles para su economía. Si otras latitudes privilegiaron las libertades civiles y políticas, Cuba priorizó las económicas.

 

Recuerdo que Juan Bosch dice en Cuba, la isla fascinante que esta Habana logró sumar, en el libre espíritu americano, al fabourg de París en el Vedado y al pagano mediterráneo en La Víbora.

 

Recuerdo a Estrella, una santera negra de La Víbora, con los ojos selváticos, los dientes blanquísimos y la voz más apacible del mundo, a donde puede uno llegar extraviado y salir encontrado.

 

Recuerdo esos refugios de paz de los que habla Bosch, que son la Plaza de Armas y la Catedral, “de una paz de piedras, sobre las cuales han ido cayendo lentamente más siglos de los que conoce el hombre”.

 

Recuerdo, no recuerdo, acudo a la cita textual de Bosch sobre La Habana: “Es una ciudad encantadora, algo así como una muchacha espléndida que se hubiera criado paganamente correteando por los bosques y quemándose al sol de las playas, solo preocupada por llenar cada hora con el júbilo de vivir sin importarle de donde procede ni qué le reserva el porvenir”.

 

Recuerdo, no recuerdo, acudo de nuevo a Bosch para que nos dé una seña de identidad cubana. El personaje retratado es Mariana Grajales, madre del general Antonio Maceo: “Tuvo once varones; a todos los hizo jurar que darían la sangre por Cuba, y un día en que acabando de enterrar a uno de ellos le llevaron a otros dos malheridos, cogió al más pequeño por debajo de los brazos y lo levantó. –Y tú, empínate, que ya es tiempo de que pelees por tu patria”.

 

Recuerdo que sobre el malecón, los habaneros aún salen como antes del 59, “a curricanear estrellas”. Son chicas y chicos hablando de amores sobre el muro, el único muro que han aceptado los cubanos, mientras las olas estallan contra el malecón con un soplo de vida que parece decir con Sabina, ¡que muera la muerte!

 

Recuerdo la magia de Celestino antes del alba, de una tarde de inusitado invierno andaluz en que afuera nevaba mientras yo leía El mundo alucinante, y mientras leía podía sentir el abrasivo calor del trópico, la humedad, la tierra.

 

Recuerdo la vida secreta de los árboles, de la vida que fue tempestad y arrojo de nuestro querido Reinaldo Arenas. Me quedo con el Reinaldo que quiso ser revolucionario y también con su protesta y con su disidencia, con su grito valiente y libertario, con su satánico non serviam.

 

Recuerdo que ser rebelde es tener incubada la espora revolucionaria y ser rebelde vale aunque salga muy caro y porque ser cobarde –Sabina de nuevo–, no vale la pena.

 

Recuerdo que a los treinta años Fidel había hecho una revolución con apenas un puñado de hombres y que hasta su muerte, nunca permitió que se colgara en los edificios públicos una foto suya o que se le pusiera a una calle su nombre.

 

Recuerdo que en momentos cruciales de la historia no se dobló nunca. No lo dobló Kennedy en Bahía de Cochinos. No lo dobló Kruschev tras la crisis de los misiles.

 

Recuerdo que no le bastó hacer la revolución de su país sino que con pocos recursos, supo plantar cara al imperialismo y combatió al colonialismo en otros continentes.

 

Recuerdo a Fidel privilegiando el gasto en educación, en salud, en deporte, reduciendo las tasas de mortalidad infantil, de desnutrición, de analfabetismo hasta llevar la tasa a cero, enviando brigadas de médicos y maestros a América Latina, al mundo entero. ¿No fue Martí quien dijo que el hombre verdadero no ve de qué lado se vive mejor sino de qué lado está el deber?

 

Recuerdo que la historia de Cuba no la hizo Fidel sino las mujeres y los hombres de Cuba. Son los pueblos los que hacen la historia. ¿No había dicho también eso Martí un siglo antes?

 

Recuerdo un graffiti en La Habana Vieja: Somos las Marianas de ayer, las Vilmas de hoy, las Celias de siempre.

 

Recuerdo a Virgilio –el de Matanzas– y a Lezama –el de la casona en El Vedado–, a Pedro Juan en su azotea y a Padura el de El hombre que amaba los perros. Con ellos también me quedo.

 

A modo de epílogo

En 2015 pronuncié un discurso en el Senado de la República en ocasión del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos. Demandé el fin del bloqueo y dije entonces que si Hobsbawm había dicho que el siglo XX fue el siglo más corto, no podía serlo para los cubanos, porque para ellos había sido un siglo largo, de lucha y estoicismo, de asfixia económica y reciedumbre política, de dignidad nacional.

 

El discurso comenzaba citando a Guillén, con sus sonesombres y las coplasolas, y aquella guitarra que habían traído en una noche de caza, bajo la luna llena. “Hay en su jaula esta inscripción: Cuidado: sueña”. Hablé de Fina García y de Reinaldo Arenas, de José Lezama Lima y de Cintio Vitier, de la Habana que no conocimos de Cabrera Infante y de la Habana contemporánea nuestra, de Wendy Guerra, de Leonardo Padura y de Pedro Juan Gutiérrez. Un amigo mexicano, que ama entrañablemente a Cuba como yo, me reclamó haber citado a disidentes. ¿De verdad no me pueden ser caros a un tiempo los héroes del 26 de julio y el autor de Antes que anochezca?

 

Quienes no saben diferenciar entre el artista y el político, entre las luces y las sombras de cada ser humano, quienes no saben que incluso el gris tiene matices y ven solo blanco en los cuadros de Malevich y solo negro en los cuadros de Ad Reinhardt, quienes no saben como Pessoa, que viven en nosotros innumerables otros, difícilmente podrán entender la marcha de la humanidad y ayudarle a construir un mejor lugar donde vivir, un mundo de libertades.

 

Vuelvo a Camus y a la noche del 25 de noviembre en que leía esto, sin saber que Fidel había sido ya, como todos, para citarlo a él mismo, en su despedida en el último Congreso del Partido.

 

“La verdadera objetividad consistiría en juzgar a partir de aquellos resultados que se pueden observar científicamente, sobre los hechos y su tendencia.”

 

¿Quién juzgará entonces? ¿Los residentes de Little Havana que bailan y festinan la muerte de Fidel apenas unas semanas después de que inclinaron la balanza del Colegio Electoral en Miami, por Donald Trump? ¿Los sobrevivientes del período especial que nunca salieron de su isla y que se han visto desde entonces en un espejo de paciencia, como en su poema fundacional, mientras entre carencias y menoscabos hacían que los latinoamericanos nos reconociéramos enteros, siempre en proceso de expoliación y de ultraje?

 

Pienso que son las mujeres y hombres de Cuba, en Cuba, quienes tienen a partir de ahora la palabra. Ellos convertirán los sueños de esa guitarra de Guillén, de esa Cuba que canta, que aletea y espera ávida la hora de emprender el vuelo. Para todos ellos, para los del siglo pasado y para quienes llevarán el futuro del veintiuno a cuestas, para los huérfanos y los emancipados, un abrazo en la noche de sus tiempos. Cuba va.

 

And last but not least…

Más que este texto alebrije, yo hubiera querido escribirle a Cuba un bembé. ¡Buen viento y buena mar, Comandante!

Danner González

Especialista en comunicación y marketing político. Ha realizado estudios de Derecho en la Universidad Veracruzana; de Literatura en la UNAM; de Historia Económica de México con el Banco de México y el ITAM, y de Estrategia y Comunicación Político-Electoral con la Universidad de Georgetown, The Government Affairs Institute. Máster en Comunicación y Marketing Político con la Universidad de Alcalá y el Centro de Estudios en Comunicación Política de Madrid, España, además del Diplomado en Seguridad y Defensa Nacional con el Colegio de Defensa de la SEDENA y el Senado de la República. Ha sido Diputado Federal a la LXII Legislatura del Congreso de la Unión, Vicecoordinador de su Grupo Parlamentario y Consejero del Poder Legislativo ante el Consejo General del Instituto Nacional Electoral. Entre 2009 y 2010 fue becario de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores en Córdoba, España. Sus ensayos, artículos y relatos, han sido publicados en revistas y periódicos nacionales e internacionales. Es Presidente fundador de Tempo, Política Constante.