Efrén Calleja Macedo
@lem_mexico
Cada tanto, el verbo leer sufre o goza de modificaciones. En la época reciente se ha convertido en letanía de sufrimiento cultural —“la gente no lee”— que se acompaña lo mismo de lamentables iniciativas publicitarias o educativas que de brillantes esfuerzos individuales o colectivos.
En Leer (Océano, 2012), Gabriel Zaid desglosa las implicaciones vitales que tiene dicho verbo en las personas. Porque hay muchos argumentos pedagógicos, espirituales, económicos, sociales y productivos a favor de la lectura, “¿pero si leer no sirve para ser más reales, ¿para qué demonios sirve?” (p. 23).
Sirve, por ejemplo, para que surja la revelación: “Cualquiera puede juntar sílabas y palabras, hasta una máquina amaestrada. Lo que requiere ‘genio’ es leer. Leer es lo que puede convertir una posibilidad abstracta en un arte concreto. Leer lo que está escrito desde antes, o desde siempre, lo que una mano va profiriendo o el viento fisioquímico asociando en las hojas caídas del árbol de la memoria, o todo lo que puedo encontrar materialmente y revelárseme o revelarme. Esta tarde tus ojos. Lo que requiere genio es el amor” (p.53).
Esta revelación individual confirma que la diferencia es indispensable en los encuentros: “Lo que yo leo nunca es lo que tú lees. Aunque lleguemos a compartir por completo una lectura, el centro de tu lectura está en ti, como el de la mía está en mí. Hasta en la situación nupcial de la mutua entrega, cuando no estamos leyendo algo, sino ‘leyéndonos’ uno al otro, yo soy tú desde mí, como tú eres yo desde ti: somos los actores, los espectadores, el escenario natural del ser alcanzándose a sí mismo como otro, pero no somos el mismo” (p. 55).
A su vez, dicho reconocimiento de la pluralidad lectora lleva directo a la diversidad de encuentros con los libros: “Lo deseable no es que todos los libros tengan millones de lectores, sino todos los lectores a los cuales tienen algo que decirles. El público natural de un libro es el alcanzable si la distribución fuese perfecta y el precio indiferente, de manera que todo posible lector interesado tuviera la oportunidad de leerlo. El público natural varía entre cero y millones de lectores, según el libro y los lectores” (p. 148).
Por su parte, la bibliodiversidad debe ser alentada, alimentada y reflejada desde la producción editorial: “El mismo [Juan José] Arreola es autor de una frase célebre en el gremio: “Toda editorial que se respete tiene un departamento de claudicaciones”. Pero obsérvese bien: un editor amorfo no puede tener claudicaciones. La claudicación sólo es posible cuando existe un principio organizador de la conversación. […] La regla de no publicar literatura traducida es absurda como principio general, pero le da perfil a la conversación de una mesa particular. Sin esta coherencia no puede haber buenos editores, distribuidores, libreros, organizadores de clubes de lectura o de clubes de libros” (p. 119).
La ausencia de buenos profesionales del campo editorial tiene consecuencias de enorme peso: “Hay una demagogia (progresista, capitalista, comunista o nazi) que sirve para imponer el nacionalismo de los triunfadores como cultura universal. Hay una demagogia de la identidad nacional que sirve para imponer la identidad del poder central como identidad nacional. Hay una demagogia regional que hace lo mismo con las variantes locales” (p. 145).
¿Quién contrarresta las omisiones hegemónicas? “Para corregir los errores u omisiones del canon hacen falta lectores denodados, con talento, valor civil y muy buena suerte, porque, una vez consagrada una obra mediocre, una vez que la avalan personas e instituciones de peso, no es razonable esperar que se desdigan. Lo razonable es suponer que el disidente es un ser extraño, que lee torcidamente, por ineptitud o por razones inconfesables” (p. 129).
Desde esta perspectiva, un buen lector sería aquel que encuentra en el libro algo particular, es interpelado y responde con vehemencia existencial, como le ocurre al propio Zaid en su relectura del Quijote: “¿Era un escape a través de sus aventura? No exactamente. Era una especie de liberación, sí, pero que estaba en la manera de ver los episodios. Me identificaba con el narrador, no con el protagonista. Me reía de la vida y de mí; y, en el segundo grado autoral, borraba pueblos, desfacía entuertos, me sentía libre y soberano. La novela era yo” (p. 63). Este el verbo leer que conjugamos en LEM.
- artículo originalmente publicado en el Periódico “El Popular” (que puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.elpopular.mx/2019/01/14/opinion/leer-como-acto-vital-196904)