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Por Danner González

@dannerglez

 

Partamos de un intento de definición: Uno es sus amores, sus obsesiones, sus nostalgias, las deudas que le quedan por pagar. Hace diecisiete años, Cuarón entró en la escena cinematográfica con una cinta de idilios juveniles, Y tu mamá también (2001). En el camino hacia la playa, sobre la carretera, Tenoch (Diego Luna) ve un señalamiento que indica un destino: Tepelmeme. Tenoch recuerda que su nana le contó que era de Tepelmeme.

 

La playa, el sitio ensoñado de Cuarón, regresa en Roma (2018) como lugar de refugio. El mar sana, aunque las olas sean peligrosas, imbatibles. Es tan pobre la memoria que solo funciona hacia atrás, ha escrito Juan Gabriel Vásquez. El director parece decirle con esta cinta: es tan rica la memoria que solo funciona hacia atrás. Quizá no sea casualidad que el reverso de Roma, su anagrama, como Rigo, es amor.

 

Alfonso Cuarón ha escrito y filmado un acto de amor para Libo, su nana, pero también para una ciudad a la que amamos entrañablemente. Nuestra ciudad de México, la que nos ha acogido por igual a extranjeros y provincianos, lo mismo a quienes aquí nacieron pero que no acaban de conocerla, que a quienes aprendimos a patearnos la ciudad por las noches –dícese recorrerla a patín– y maravillarnos con ella todo el tiempo. Se sabe que si no lo hay en esta ciudad es porque no existe.

 

 

Todos los que hemos sido chilangos en algún momento de nuestras vidas, o como decía Bolaño, mexicanos perdidos en México, sabemos con Walter Benjamin que perderse en una ciudad como se pierde uno en un bosque requiere de toda una educación. Cleo (Yalitza Aparicio) también lo sabe. La cámara retrata su desconcierto al adentrarse en lo desconocido, en los llanos a los que va a buscar a Fermín (Jorge A. Guerrero), el padre de la criatura de quien “está con encargo”.

 

Quiero detenerme en Fermín, porque es en la construcción de este personaje, donde Cuarón demuestra su maestría como narrador, al ser la bisagra que une dos historias, la de Cleo y la de un país autoritario y represor que el 10 de junio de 1971, jueves de Corpus Christi, reprimió y mató a jóvenes estudiantes –se habla de alrededor de 120–, a manos de un grupo paramilitar conocido como Los Halcones. Con la entrada de Fermín en la mueblería, la historia da una vuelta de tuerca, un giro inesperado de esos que sólo saben hacer los grandes maestros.

 

Antes de eso, Fermín, mostrando su destreza en artes marciales, desnudo, después de hacer el amor, parece decirnos con Steiner en sus Diez razones para la tristeza del pensamiento, que el acto de amor es también el de un actor. Con Fermín, que tira la piedra y esconde la mano, está también agazapado un personaje jamás nombrado en la cinta, Luis Echeverría Álvarez, autor intelectual de aquellos años sangrientos de los que tan poco sabemos aún, y sobre los que el escritor y director diserta elocuentemente sin poner en boca de sus personajes una sola palabra al respecto.

 

Pasados los espasmos del moméntum mercadológico, de los Óscares, y más allá de lo bien que se acomoda a lo políticamente correcto del espíritu de nuestro tiempo, Roma merecerá un ensayo minucioso como la obra maestra que es. Cada plano está perfectamente calculado. Pienso en la estética de El año pasado en Marienbad (1961), de Alan Resnais. Por otra parte, me parece que Cuarón se ha convertido con esta película en el más avezado discípulo de Luis Buñuel. En una escena memorable, en la que Sofía llega con el corazón roto a casa, toma a Cleo entre sus manos y le dice estas palabras memorables: “No importa lo que te digan, siempre estamos solas”. El Jaibo y su madre dirán en Los olvidados (1950) de Buñuel, palabras similares:

 

–Estamos solos, mamá, estamos solos.

–Como siempre, mi’jito, como siempre.

 

Por último, quiero quedarme con una escena que habrá de perdurar en el tiempo. Es nochevieja y una clase media-alta departe extasiada en una casona de retiro campestre. Los criados se retiran a festejar en sus modestas habitaciones. De pronto un incendio asola los campos alrededor de la casa. Todos están ebrios. Los criados corren por cubetas, se quitan la ropa e intentan sofocar el incendio, mientras sus patrones abrazados, abrasados, copa en mano, se limitan a dar instrucciones. Algunos cantan. Uno más bailotea con una máscara. Es un festín rabelaisiano, un bajtiniano carnaval humano de miserias y esperpento.

 

Como en El ángel exterminador (1962) de Buñuel, este grupo de aristócratas que departe, se ve sorprendido por un elemento externo a ellos. En la película de Buñuel, ellos están adentro, sin poder salir, sin saber por qué no pueden salir de la casa. En Roma están afuera, con el cielo estrellado como techo. La escena confirma la verdad de Valery: el hombre es un animal encerrado por el lado de adentro de su jaula.

 

No es menor el uso de la música, que personalmente me recuerda el extraordinario manejo de la música ambiental en The Wire, donde nunca sonó una canción si alguien no la ponía en el estereo del auto o en la rockola del bar. Desde Te he prometido, de Leo Dan, pasando por la Dúrcal, Juanga, Lupita D’Alessio, José José, Angélica María, Rigo, el que como Roma, es amor, Yvonne Elliman, Ray Conniff y Roger Whittaker, hasta el Trío Chicontepec, entre otros.

 

Ignoro cuántos Óscares habrá de llevarse la cinta. Es lo de menos. Alfonso Cuarón forma ya parte de los grandes maestros del Gran Cine Mundial. No exagero. Y creo que no peco si digo que lo es por la manera como ha construido la historia, por cómo ha reconstruido una ciudad idílica que se fue para no volver, por la ambientación y la música, más allá de las singularidades discursivas que la crítica insiste en volver mainstream.

Cerca del final de Roma suena Mar y espuma de Acapulco Tropical:

 

“Yo no sé si debo amarte

porque amándote ya estoy,

Si pecado es el quererte

vivo pecando desde hoy.

Pasaste como un lucero

en mi amante corazón.

(…)

Sabes que te quiero

con desesperación,

si dejo de ser sincero

arráncame el corazón.”

 

Me quedo con la resiliencia de Cleo, con la complicidad de Adela (Nancy García), con la paciencia estoica y sabia de la abuela Teresa (Verónica García) –en esta cinta como en la vida, las mujeres sostienen al mundo–, con el amor de Sofía (Marina de Tavira), queriendo con desesperación, llevando a su familia al mar, resistiendo, aventando el carro hacia adelante, calculando que sí pasa, pensando quizá como Luisa (Maribel Verdú) en Y tu mamá también, que “la vida es como la espuma, por eso hay que darse como el mar”.

 

 

Danner González

Especialista en comunicación y marketing político. Ha realizado estudios de Derecho en la Universidad Veracruzana; de Literatura en la UNAM; de Historia Económica de México con el Banco de México y el ITAM, y de Estrategia y Comunicación Político-Electoral con la Universidad de Georgetown, The Government Affairs Institute. Máster en Comunicación y Marketing Político con la Universidad de Alcalá y el Centro de Estudios en Comunicación Política de Madrid, España, además del Diplomado en Seguridad y Defensa Nacional con el Colegio de Defensa de la SEDENA y el Senado de la República. Ha sido Diputado Federal a la LXII Legislatura del Congreso de la Unión, Vicecoordinador de su Grupo Parlamentario y Consejero del Poder Legislativo ante el Consejo General del Instituto Nacional Electoral. Entre 2009 y 2010 fue becario de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores en Córdoba, España. Sus ensayos, artículos y relatos, han sido publicados en revistas y periódicos nacionales e internacionales. Es Presidente fundador de Tempo, Política Constante.