Salvajes confinados
(Spoiler Alert: Westworld)
Por Danner González
@dannerglez
Para frustración de muchos y euforia de pocos, los seres humanos fuimos dotados de libre albedrío. La capacidad de elección, tan cara a otros tiempos, comienza a convertirse en un dilema de dimensiones inusitadas. Hombres de la dimensión intelectual y económica de Steve Jobs o Mark Zuckerberg, prefieren usar la misma ropa todo el tiempo, por no tener que gastar tiempo a la hora de elegir qué ponerse cada día frente al armario. Somos salvajes confinados, o parafraseando a Valery, animales encerrados por el lado de adentro de su jaula.
En Westworld, serie estrenada por HBO en 2016, la apuesta narrativa podría plantearse de la siguiente manera: ¿Quiénes somos, liberados del contrato social que nos hace guardar ciertos mínimos normativos de conducta? ¿De qué somos capaces, cuando no hay formas que guardar, a caballo y en la soledad de un oeste forajido?
Westworld nace como un parque de diversiones en donde sus creadores han logrado construir robots a imagen y semejanza humana, que a veces nos recuerdan a los replicantes de Blade Runner, y cuya consciencia es reseteable diariamente. En cada episodio de la primera temporada, Dolores Abernathy, escucha una voz que le dice: Wake up, Dolores. El día comienza y vuelve a empezar su historia singular, con cada llegada de un vagón repleto de visitantes al parque. Nunca sabe con qué va a encontrarse, o cómo acabará su historia. Los visitantes tienen permitido hacer cualquier cosa con los anfitriones, incluso violarlos o matarlos. Para ellos, los anfitriones, su historia es circular, viven vidas monótonas que se repiten una y otra vez. No obstante, Bernard, su creador omnisciente, parece no haber podido resistir la tentación de dotarlos de memoria, de ciertos rasgos humanos que emparentados con el pensamiento racional, abren resquicios en los muros de su confinamiento mental.
Si Westworld es un laberinto en el que los humanos eligen perderse para encontrarse consigo mismos, para los anfitriones confinados, el laberinto está allá afuera, la verdad es el mundo real que les es negado una y otra vez, circularmente, como en los cuentos de Borges.
J.J. Abrams, creador de Lost, es también productor de esta serie, que repite, ¿acaso no es eso nuestra vida?, la suma de sus obsesiones: la isla (acá el desierto), el juego del hombre en el espejo, el dilema del ciudadano en la selva y/o del buen salvaje en la ciudad, la búsqueda del yo, que parece sumergirse en la lejana noche de los tiempos.
Si al tenso hilo narrativo que es capaz de sostener a lo largo de dos temporadas, sumamos la estética refinada de la serie, la música de Ramin Djawadi, –compositor también de la banda sonora de Game of Thrones–, y las espléndidas actuaciones de Anthony Hopkins, Thandie Newton y Jeffrey Wright, entre otros, el resultado es una producción de altos vuelos, a la que vale la pena dedicarle tiempo y reflexión, tan esquivos a nuestra época.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos, escribió Borges en El Sur. El cuento es una añoranza de esa pampa camorrera de gauchos, a la que el autor, como Dahlmann el protagonista, siempre quiso pertenecer sin tener la mínima posibilidad de hacerlo. Dahlmann en este caso es el hombre en el espejo, representa los íntimos deseos heroicos de un hombre de ciudad, sin la menor posibilidad de triunfar en un pleito de cantina. En ese Sur, Dahlmann empuña el cuchillo, que acaso no sabrá manejar –acota Borges–, y sale a la llanura. Borges opta por un final abierto. ¿Logrará sobrevivir Dahlmann o le harán picadillo? ¿Será capaz de sacar al salvaje del Sur que hay en él o seguirá siendo un animal encerrado por el lado de adentro de su jaula?