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Por Javier Santiago Castillo

@jsc_santiago

 

El financiamiento público a los partidos políticos es indudablemente un elemento sustancial en la construcción de las relaciones de poder. Existen dos premisas básicas para abordar una reflexión objetiva sobre el financiamiento a los partidos políticos.

 

En primer lugar, es necesario tener presente el momento de su surgimiento. Antes de la Segunda Guerra Mundial prevalecía el modelo de financiamiento privado para los partidos políticos. Al finalizar esa contienda se inicia un proceso de financiamiento público a esas instituciones. Las razones esenciales fueron la destrucción de las instituciones del Estado y la, prácticamente, aniquilación de los partidos en varios de los países, la existencia de una ciudadanía precaria, y contrarrestar la influencia de los partidos comunistas que, en mayor o menor medida, eran financiados por la Internacional comunista. Eso llevó paulatinamente a la extensión del financiamiento público en dinero: Alemania (1959), Suecia (1965), Finlandia (1967), Dinamarca (1969), Noruega (1970), Israel (1973), Italia, Canadá y Estados Unidos (1974), Austria y Japón (1975), finalmente, Francia (1988).

 

Por otra parte, la tercera ola democratizadora analizada por Samuel P. Huntington acarreará la extensión del mecanismo del financiamiento en dinero a los partidos políticos de los países que transitaron de una dictadura a la democracia. En Europa España, Portugal y Grecia y los países del este después de la caída del muro de Berlín; además, América Latina.

 

Ahora bien, en el caso de México el financiamiento público a partidos es de los más antiguos del mundo. Nace como un mecanismo legitimador y de control, en 1963, cuando se otorgó por primera vez al exentarlos del pago del Impuesto Sobre la Renta y autorizarles franquicias postales y telegráficas. Pero, el momento crucial para la ampliación del modelo del financiamiento a los partidos fue su constitucionalización en la reforma electoral de 1977 y su definición como entidades de interés público, que tienen como fines promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de los órganos de representación política y hacer posible a los ciudadanos el acceso al ejercicio del poder público. Respecto a los partidos políticos, al estar caracterizados como entidades de interés público, el Estado adquiere obligaciones para velar por su existencia y es de ahí que se deriva el otorgamiento del financiamiento público para ellos.

El financiamiento en dinero se les otorgó a los partidos por primera vez en la reforma electoral de 1986-1987, pero el modelo actual se deriva de la realizada en 1996. Aunque la de 2014 permitió un incremento sustancial, derivado de la homologación de la fórmula federal con la del otorgamiento del financiamiento en los estados. El cual se incrementó alrededor de mil 600 millones de pesos.

 

Es saludable recordar que el modelo de financiamiento público en dinero a los partidos en México nació con dos fines sustantivos: permitir mayor equidad en la competencia electoral y limitar la participación y su posible control, vía aportaciones cuantiosas, de los empresarios. Esos objetivos se han cumplido razonablemente. Lo cual ha sido sano para la transición pacífica a la democracia electoral.

 

Al paso del tiempo el incremento de los recursos financieros para los partidos y la descomposición en el ejercicio de la función pública fueron factores que incidieron en el deterioro de la imagen positiva, que, en algún momento, tuvieron. La perversión en el uso de los recursos públicos no es causa suficiente para suprimir su gasto. Sería absurdo suprimir la inversión en construcción de carreteras o compra de medicinas, por el solo hecho de que existan casos de corrupción en esas actividades.

 

Este tema ha sido llevado al seno del Congreso en varias ocasiones. Por ejemplo, el PAN realizó una propuesta tras la elección intermedia de 2015, cuando ganó 7 gubernaturas en coalición con el PRD. A principios del año 2017, senadores del PAN presentaron una iniciativa de reforma donde propusieron eliminar el financiamiento público de los partidos, destinado a sus actividades ordinarias y reducir en un cincuenta por ciento el gasto destinado a campañas electorales. Por otra parte, el PRI, a raíz del sismo del 19 de septiembre del 2017, presentó una iniciativa en la cual proponía eliminar el financiamiento público a los partidos y reducir el número de legisladores por vía plurinominal.

 

Según versión de Templo Mayor (Reforma, 20 de agosto 2017) sobre la promesa de que Morena renunciaría a la mitad de sus ­prerrogativas, en su Congreso Nacional se habló mucho al respecto, pero la propuesta no se votó, no estaba en el orden del día.

 

Como se observa, los partidos han presentado diversas propuestas que responden a coyunturas en las que vislumbraban, les beneficiaría electoralmente. La propuesta de reforma constitucional presentada por Morena, de reducir el financiamiento a los partidos en cincuenta por ciento, no es la excepción. El argumento fundamental para disminuir el financiamiento a los partidos es que son muy caros. Esta afirmación no se sostiene si comparamos que tal financiamiento partidario ha oscilado entre 0.14% (en 2012) al 0.08 (en 2019) del presupuesto federal.

El objetivo de una iniciativa legislativa no siempre tiene como fin último el interés general, sino servir en una coyuntura específica a un fin político particular. Hoy el contexto político es distinto al del año antepasado. Los partidos que en el pasado reciente hicieron propuestas de disminución o supresión del financiamiento público se encuentran postrados electoralmente, con una presencia política mermada y, seguramente, con deudas. La visión de 2019, no es la de 2017. No es lo mismo estar en el poder que en la oposición minoritaria.

 

Coincido en que es necesario revisar el modelo de financiamiento a los partidos políticos, pero no con la visión de doblegarlos, aún más, vía su ahogamiento financiero. Debe revisarse el modelo del sistema de partidos que se deriva de la ley, que es una herencia corporativa del pasado, y a partir de ahí revisar integralmente el modelo de financiamiento. Por ejemplo, se debe suprimir la obligación de los partidos de tener un mínimo de afiliados, su registro sólo debe ser confirmado por los votos ciudadanos.  Además de suprimir obligaciones que implican gastos, debe mantenerse la preponderancia del financiamiento público sobre el privado, pero debe incrementarse este último (al equivalente entre el 30 o 40 por ciento del financiamiento público que reciban).

 

Las reglas de equidad son arbitrarias y son definidas según ciertas condiciones en el equilibrio político existente en una coyuntura determinada. La norma de distribución de todo tipo de prerrogativa a los partidos 30 por ciento igualitario y 70 por ciento proporcional al resultado de las elecciones, debe cambiar al 50 por ciento igualitario y 50 por ciento proporcional (en financiamiento para gasto ordinario y en tiempos de radio y TV); el financiamiento para gastos de campaña debe ser igualitario para todos los partidos, pues es una nueva contienda, que no tiene nada que ver con la anterior.

 

Únicamente plantear la disminución del financiamiento público a los partidos es superficial y beneficia políticamente al partido que tenga el poder. El fin de la modificación del modelo de financiamiento a los partidos políticos debe ser fortalecer el sistema de partidos, no fortalecer a un partido. Pretender regresar la rueda de la historia colocaría al país frente a riesgos sistémicos impredecibles.

Javier Santiago Castillo

Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, con mención honorífica por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Candidato a Doctor en Ciencia Política en la misma institución. Es profesor titular “C” tiempo completo de la UAM-I, actuó en los 80's como coordinador nacional de capacitación electoral del Partido Mexicano Socialista; y representante de casilla del Partido Mexicano de los Trabajadores, de cuyo Comité Nacional formó parte. En los procesos electorales de 1991 y 1994 fue Consejero en el XXXVI Consejo Distrital Electoral del Instituto Federal Electoral en el D.F; se desempeñó como coordinador de asesores de Consejero Electoral del Consejo General en el Instituto Federal Electoral; representante del IEDF ante el Consejo de Información Pública del Distrito Federal; y Consejero Presidente del Instituto Electoral del Distrito Federal.