Un poder legislativo fuerte para una transformación real
Por Salvador López Santiago
@sls1103
Hasta la elección histórica del 1 de julio de 2018, el sistema político mexicano podía ser visto desde dos grandes etapas. La primera se caracterizó porque la titularidad del poder ejecutivo y legislativo era de integrantes de un solo instituto político; y la segunda por una verdadera oposición, la alternancia y una relación entre el poder ejecutivo y legislativo cada vez más igualitaria –pluralismo-.
Las distintas reformas electorales que comenzaron en 1977, hasta la de 2014, dieron paso a mayor competencia política. De esta manera, comenzamos a tener elecciones cada vez más equitativas, transparentes y veraces, lo que a su vez derivó en el acceso de los partidos de oposición a diferentes cargos de elección popular, como son regidurías, ayuntamientos, alcaldías (antes delegaciones) y gubernaturas, incluso antes de lo acontecido el año pasado. Asimismo, permitió que los partidos de izquierda fueran tomando mayor fuerza en los Congresos Locales y en el Congreso de la Unión.
El inicio del cambio de régimen marcó un parteaguas de dimensiones mayúsculas en el diseño institucional y normativo de las relaciones entre los poderes del Estado. Cabe mencionar que, en principio, dichos cambios se dieron principalmente en la Cámara de Diputados, siendo el primero de ellos en 1988 cuando el PRI perdió la mayoría calificada (necesaria para poder llevar a cabo reformas constitucionales), esa misma que ni siquiera Morena logra tener en la LXIV Legislatura (2018-2021).
Al pasar de un régimen hegemónico a uno de gobierno dividido, la incertidumbre que surgió fue la relativa a una eventual parálisis legislativa emanada de la falta de consensos. En consecuencia, fue aún más necesaria una verdadera relación entre el ejecutivo y el legislativo –con pesos y contrapesos-. De esta manera comenzó la reivindicación del poder legislativo, el cual dejó de ser una mera oficialía de partes o una instancia que sin mayor oposición aprobaba los asuntos enviados por el presidente de la República. Esto no obedeció a una concesión graciosa, por el contrario, fue consecuencia de la configuración de la LXII y LXIII Legislaturas, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado de la República.
Para poner un ejemplo, recordemos que en la LXII Legislatura (2012-2015), elección en la que Enrique Peña Nieto ganó la elección presidencial, el PRI -como partido en el gobierno-, tenía 52 de los 128 escaños en el Senado de la República, razón por la cual no tenía la posibilidad de aprobar por sí mismo las llamadas reformas estructurales. Por ello, tuvo que construir consensos con las demás fuerzas políticas, principalmente PAN y PRD, que iniciaron el sexenio pasado con 38 y 22 senadores, respectivamente. En otras palabras, el poder legislativo se fortaleció respecto al ejecutivo.
No obstante, la elección del año pasado -que superó todo estudio prospectivo y pronóstico que se hizo-, nos colocó en una tercera gran etapa del sistema político mexicano (visión que no tiene nada que ver con la llamada #4T). Con los resultados tan contundentes que obtuvo la coalición Juntos Haremos Historia, al menos en lo numérico, pareciera que regresamos a una especie de régimen hegemónico que por más legitimado que esté, no dejaría de marcar un retroceso en el mismo proceso democratizador que sentó las bases para que en México tengamos el primer gobierno de izquierda -sin una revolución social y sin medios violentos-.
Para que eso no ocurra, las visiones maniqueas que dicen que unos son buenos y otros malos; la radicalización; y el discurso que confronta deben quedar atrás. Se requiere de acciones que soporten la ideología y convicciones por las que fueron elegidos. Entre dichas acciones, una que es particularmente importante es precisamente el fortalecimiento del poder legislativo. Continuando con el ejemplo del Senado de la República, Morena como grupo mayoritario tiene 59 de los 128 escaños, 7 más que el PRI en 2012; además con los votos de sus aliados (PT y PES), por sí solo alcanza 70 escaños, llegando a una mayoría absoluta que el PRI y el PVEM no tenían.
Como podemos advertir, Morena tiene una fracción mayoritaria muy fuerte en el Senado de la República y en la Cámara de Diputados, es aún más, al tener mayoría absoluta sin necesidad de sus aliados políticos. Este panorama, nuevamente deja de manifiesto la necesidad de que sea fortalecido el poder legislativo. Sobre el particular, podemos señalar que la independencia de un poder respecto al otro, sí se ha observado en lo que va de la LXIV Legislatura, prueba de ello es que productos legislativos que pudieron ser aprobados solo con los votos del grupo mayoritario, al final tuvieron consenso, tal es el caso de la legislación secundaria de la Guardia Nacional. Es más clara la independencia, cuando vemos que leyes como la de Extinción de Dominio, tuvieron modificaciones en casi el 90% del contenido en las iniciativas enviadas por el Ejecutivo Federal.
Si bien es cierto, que todavía quedan grandes esfuerzos por desarrollar, también lo es que hoy tenemos un Congreso fuerte y autónomo. Esto no es un dato menor, pero debe ser robustecido con el trabajo en otros rubros, por poner un ejemplo, de consumarse el atraco legislativo de Baja California, habría al menos la suspicacia de peligrosos retrocesos.
Es sano y parte de la normalidad que exista constante comunicación y coordinación entre ambos poderes -después de todo, la misma plataforma electoral es la que los llevó al triunfo electoral-, lo que no lo sería es que ese diálogo entre poderes se convirtiera en una relación jerárquica que pueda abrir la puerta a los escenarios que México ya no quiere volver a tener, esos de autoritarismo, demagogia y simulación.