Skip to main content

Por Javier Santiago Castillo

@jsc_santiago

En el contexto de la discusión del presupuesto federal, en las últimas semanas el Instituto Nacional Electoral y la Comisión Nacional de Derechos Humanos, junto con otros organismos autónomos, han estado en el centro de agrios señalamientos por ser supuestamente dispendiosas e ineficaces. Es indispensable hacer un balance mínimo y objetivo para evaluar la funcionalidad de estas instituciones y no encaminarse por el sendero fácil de la descalificación genérica y abstracta que se ha convertido en lugar común del discurso gubernamental.

 

El surgimiento de los organismos autónomos tiene su origen en el combate a la corrupción o la ineficacia gubernamental, el país pionero fue Estados Unidos al crear, en siglo XIX, un organismo regulador de los ferrocarriles y posteriormente la Interestate Commerce Commission para vigilar que las prácticas tarifarias de las compañías se apegaran a las reglas establecidas con el fin de evitar la discriminación y los abusos. El siglo XX vio crecer este número de instituciones en diversos países, pues se convirtieron en una necesidad sistémica para hacer más funcional y eficaz al Estado; más allá de las coyunturas políticas y del partido gobernante en turno.

 

En el caso de nuestro país el nacimiento de los organismos autónomos está entretejido con el largo e inconcluso proceso democratizador. La CNDH y el INE, entonces IFE, nacieron todavía bajo la égida del régimen autoritario. Su creación obedecía al propósito de proporcionar legitimidad al Sistema, necesaria para presentar un rostro de modernidad democrática que favoreciera el objetivo del régimen de abrir sus puertas al comercio con los centros de poder mundial. Al paso del tiempo, estas instituciones fueron evolucionando y se convirtieron en contrapesos reales del poder, al cumplir sus atribuciones constitucionales con un alto grado de autonomía e imparcialidad.

 

En un reporte, Human Rights Watch (HRW) —La Comisión Nacional de Derechos Humanos. Una evaluación crítica, 2008— señala que esta institución tiene un elevado número de recomendaciones relevantes y algunas acciones proactivas que llevaron a modificaciones legales. No obstante, no deja de reseñar sus deficiencias, que se centran en que a pesar de tener a su disposición recursos financieros y humanos no son desplegados eficientemente; no da seguimiento a sus recomendaciones; tampoco ha apoyado con la persistencia requerida iniciativas para lograr que las leyes mexicanas cumplan con los estándares internacionales de derechos humanos; no divulga la información que recaba sobre la gran mayoría de los casos que trata; no divulga información sobre el contenido de los acuerdos de conciliación, que contienen los abusos documentados y las reparaciones que las autoridades gubernamentales se comprometieron a implementar y excluye a las víctimas del procedimiento de conciliación al acordar directamente con las autoridades.

Ha transcurrido algo más de una década del reporte de HRW, pero un observador de la realidad nacional puede confirmar que dichas observaciones con mayor o menor dimensión continúan presentes. El respeto a los derechos humanos es un déficit que se ha agravado en los últimos años, sobre todo por el combate a la delincuencia organizada, por acciones violentas en contra de líderes sociales y por operaciones de las fuerzas armadas y organismos de seguridad pública.

 

Ante esta situación era indispensable lograr un nombramiento del titular de la CNDH con el más amplio consenso y legitimidad. Sin demérito alguno de su trayectoria en defensa de los derechos humanos, es indudable que la nueva presidenta, Rosario Piedra Ibarra, fue nombrada sin cumplir con el requisito de “No desempeñar, ni haber desempeñado cargo de dirección nacional o estatal, en algún partido político en el año anterior a su designación” (Art. 9.IV, Ley CNDH). Por más que ella argumente que en el Consejo Nacional de Morena está en suspenso, por lo que en el último año no fue dirigente, debe tenerse en cuenta que la inacción formal o fáctica de un órgano no es óbice respecto de la calidad dirigente de cada uno de sus integrantes.

 

 

Aquí cabe señalar una deficiencia de la Comisión de Derechos Humanos del Senado, que estaba obligada a revisar concienzudamente el cumplimiento de requisitos de todos los aspirantes a presidir la CNDH. Si bien es cierto la Suprema Corte ha decidido que los actos deliberativos del poder legislativo no son recurribles vía amparo, eso no obsta para que en cuestiones de procedimiento y de cumplimiento de requisitos en el caso de nombramientos sí proceda dicho instrumento de defensa de la legalidad, en la medida en que trascienden a la decisión legislativa.

 

En el caso del INE, las descalificaciones versaron sobre los elevados salarios de los altos funcionarios y mandos medios, que culminaron con un recorte presupuestal de más de mil millones de pesos. A lo anterior se sumaron amagos de reforma constitucional para modificar la Constitución y la ley para disminuir el número de consejeros y disponer la rotación trianual de la presidencia.

 

Es indudable que el INE tiene un diseño organizacional, que si bien se encuentra sustentado en la ley, resulta heredado del pasado, con virtudes y defectos propios del régimen autoritario. Pero la manera de enmendarlo no es mediante recortes presupuestales a rajatabla, sin calcular sus consecuencias adversas para la organización de las elecciones. Es necesario reconocer que el INE no ha sido proactivo en el campo de su diseño interno y en el mejoramiento de los procedimientos administrativos. Los intentos de modernización administrativa iniciados hace algunos años se quedaron en la mesa de juego burocrático. Es indispensable emprender una reingeniería organizacional para realizar cambios administrativos y ajustar gastos en ciertas áreas sin afectar la funcionalidad institucional.

 

Resulta conveniente revisar el número de consejeros y su tiempo en el encargo, pero no en la lógica de control de la institución por los poderes del Estado. El número actual, de once, es resultado de la negociación en la anterior reforma electoral para que los partidos propusieran un número de consejeros lo más acorde a su fuerza legislativa. Esto que parece perverso a muchos ha sido políticamente virtuoso porque, más allá de las conductas personales, le ha otorgado al Consejo General equilibrio en la toma de decisiones. Desde la perspectiva técnica es viable reducir el número de consejeros, pero sin ceder ante ambiciones controladoras que sólo miran a la actual coyuntura.

 

Ahora bien, más allá de quien ocupa la presidencia del INE, de sus aciertos y deficiencias, es indudable que la propuesta de disminución del tiempo y rotación del encargo tiene la finalidad de control, al menos administrativo de la institución; una presidencia rotativa sería políticamente débil, sobre todo en el proceso de construcción de acuerdos en el colegiado. Muchos no acaban de entender que no es lo mismo un organismo encargado de la organización de las elecciones, árbitro y sancionador de los partidos, con una carga política relevante, que un tribunal; sus funciones sistémicas son cualitativamente diferentes.

 

Es de llamar la atención que los señalamientos críticos internos provengan de un consejero, que se distinguió, al menos en los tres primeros años de su gestión, por transitar cómodamente de la silla del Consejo General a la silla de su oficina sin participar en el trabajo cotidiano de la institución, y de un diputado de Morena que proviene del mismo grupo político, el de un exgobernador sujeto a juicio por diversos delitos cometidos durante su gestión.

 

Indudablemente, se requiere hacer una revisión legal, en general, de los organismos autónomos y, en particular del ámbito electoral, en muy diversos aspectos. Pero no es sensato soslayar que la persistente desconfianza política y social es uno de los ingredientes que más abona al elevado costo de las elecciones. Es de lamentar que las acciones y discurso del partido en el poder no apunten a un modus vivendi democrático con la oposición. Insistir en esa ruta no hará avanzar la democratización del país, tan necesaria para enfrentar las adversidades económica, social y delincuencial.

 

“Hechos son amores”, ya se ha rectificado en la relación con los empresarios, ¿por qué no hacerlo con los partidos?

 

 

Javier Santiago Castillo

Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, con mención honorífica por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Candidato a Doctor en Ciencia Política en la misma institución. Es profesor titular “C” tiempo completo de la UAM-I, actuó en los 80's como coordinador nacional de capacitación electoral del Partido Mexicano Socialista; y representante de casilla del Partido Mexicano de los Trabajadores, de cuyo Comité Nacional formó parte. En los procesos electorales de 1991 y 1994 fue Consejero en el XXXVI Consejo Distrital Electoral del Instituto Federal Electoral en el D.F; se desempeñó como coordinador de asesores de Consejero Electoral del Consejo General en el Instituto Federal Electoral; representante del IEDF ante el Consejo de Información Pública del Distrito Federal; y Consejero Presidente del Instituto Electoral del Distrito Federal.