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Por Javier Santiago Castillo

@jsc_santiago

“Tan lejos de dios y tan cerca de los Estados Unidos” diría, con suficientes razones, Porfirio Díaz, para bien o para mal la frontera actual de 3 mil 169 kilómetros ha unido inexorablemente la historia de ambos países. Las relaciones entre Estados Unidos y México están llenas de despojos, agresiones, tensiones y entendimientos coyunturales.

La Revolución Mexicana y la expedición de la Constitución de 1917 cerro un ciclo y abrió otro en las relaciones de México con el mundo, en particular con los Estados Unidos. El régimen político producto de la revolución devino en un sistema autoritario, pero de innegable tinte nacionalista. Los ejes de su política exterior fueron la defensa de la soberanía nacional, pero no como una abstracción, sino como algo material y tangible en el dominio del la Nación sobre sus recursos naturales, la autodeterminación de los pueblos y la solución pacífica de los conflictos.

A lo largo del siglo XX tales principios tuvieron diversos niveles de materialización. En el ámbito diplomático se llevaron a la práctica múltiples ocasiones; momentos culminantes fueron el refugio a republicanos españoles, a León Trotski y a latinoamericanos que huyeron de las dictaduras militares. Aunque navegar en los mares turbulentos de la guerra fría estuvo marcado por conductas gubernamentales ambivalentes por la colaboración en actividades de espionaje de la CIA en contra de los países socialistas. Al grado que dos secretarios de Gobernación (Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría), posteriormente presidentes de la República, colaboraron como informantes del espionaje estadounidense. Tal conducta se enmarca en el espacio de acción del pragmatismo de una revolución que de ninguna manera fue anticapitalista o prosocialista o procomunista, pero tenía un margen de acción autónoma. Cuando tenía que alinearse en la confrontación este-oeste, aunque fuera soterradamente lo hacía con el bloque capitalista.

La caída del muro de Berlín, en 1989, y la firma del Tratado de Libre Comercio, en 1994, no modificaron el discurso diplomático, aunque se dio un giro a la visión de buscar un camino de desarrollo nacional autónomo y se optó por articular la economía nacional a la cadena productiva estadounidense iniciándose un camino de integración económica subordinada con el fin de enfrentar los retos de la globalización.

Las grandes empresas trasnacionales encontraron en los países periféricos la oportunidad, para incrementar sus ganancias y elevar su competitividad por una mano de obra barata y calificada; algunos gobiernos de países periféricos, incluyendo a México, encontraron la ruta de la anhelada industrialización montándose en la ola neoliberal, sin considerar el nivel de dependencia que creaban los nuevos lazos económicos. Además, la creación de empleos derivados de la esta industrialización novedosa atemperaba tensiones sociales derivadas de las recurrentes crisis económicas de los años setenta y ochenta.

El contexto anterior fue paulatina y silenciosamente transformando la política exterior de México, al grado de abandonar el discurso de no intervención, llegando al punto, durante el sexenio anterior, de “no reconocer la legitimidad del proceso electoral” venezolano en que fue reelecto el presidente Nicolás Maduro.

El fantasma del nacionalismo inició un nuevo recorrido por el mundo, en 1991, a la caída de la Unión Soviética. Además, recibió un fuerte impulso ante la incapacidad de las élites políticas y económicas de gestionar la crisis 2008-2009. La cual dio señales inequívocas del desgaste del sueño de progreso del modelo neoliberal y mostró su falta de preocupación e incapacidad para atender las necesidades y demandas de la mayoría de la población.

La situación anterior abonó, durante la segunda década del siglo XXI, el camino para el fortalecimiento de los movimientos de ultraderecha y de populistas de distinto signo ideológico y nutrió su discurso anti “status quo”, saturado de cuestionamientos a las políticas económicas y a las instituciones representativas de las democracias realmente existentes. Los casos icónicos de triunfo en el mundo son el Brexit en Reino Unido y el de Donad Trump en las elecciones presidenciales de 2016, en América Latina sobresalen Jair Bolsonaro, en Brasil, y Andrés Manuel López Obrador en México.

La pandemia de COVID-19 cambió de rumbo de los vientos favorables a los movimientos populistas y también ha sacado a relucir sus debilidades para atender las demandas sociales. La primera de ellas es que la salud de la población, como en el neoliberalismo, no se encontraba en sus prioridades.

En este escenario se ha dado el encuentro de los presidentes de Estados Unidos y México. Ambos mandatarios se encuentran con la fortaleza inicial de su gestión mermada y frente a retos electorales inminentes, los que para atracar en buen puerto deben transitar por la atención a la salud de la población y a la reactivación de la economía. Trump enfrentará las elección presidencial y López Obrador las elecciones intermedias (2021) y la votación sobre revocación de su mandato (2022), aunque lo que está en juego es la viabilidad de la 4T.

Hay quienes desde una óptica limitada señalaron riesgos de que el presidente Trump pusiera en ridículo al Ejecutivo mexicano. Sin embargo, como dos políticos profesionales y sagaces, más allá de que no se compartan sus posiciones ideológicas o sus acciones de gobierno, hicieron lo que tenían que hacer: hacer política, para obtener los mayores beneficios para sus respectivas causas.

El otro cuestionamiento es que era indigno asistir al encuentro, por los insultos hechos por el presidente estadounidense sobre los mexicanos en el pasado reciente. Los políticos en campaña expresan infinidad de barbaridades, cuando acceden al poder deben de atemperar sus posiciones, Donald Trump no es la excepción. Otro argumento es que se iban a enojar los demócratas, como si fueran hermanas de la caridad. Sorprende lo insulso del argumento, pues “los Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses”. Basta recordar que, casi tres millones de indocumentados fueron expulsados de EU durante los ocho años de gobierno de Obama, 375 mil por año. Durante los tres años de gobierno de Trump se han deportado alrededor de 600 mil mexicanos. Además, presionó al gobierno de Peña Nieto para impedir inversiones chinas en México.

Con la reunión Trump buscó mejorar su imagen ante el electorado mexicano descendiente. Al día siguiente inició encuentros con integrantes de esta comunidad y anunció el combate contra los cárteles de la droga en Estados Unidos. Por su lado López Obrador obtuvo, en primer lugar, desarmar a la derecha golpista que, apuesta a su salida abrupta y no institucional de la presidencia, al acusarlo de ser la encarnación de Hugo Chávez; hay también quien lo acusa de ser socialista. El presidente mexicano no es ningún furibundo anticapitalista, cuando más es un tenue keynesiano, lo cual no choca con su nacionalismo energético y la búsqueda de la autosuficiencia alimentaria.

El segundo logro fue dar confianza a los inversionistas estadounidenses cercanos a Trump, porque gane o pierda la reelección es cabeza de importante grupo empresarial, que, si ven oportunidades de ganar en México, sin duda alguna invertirán: el capital se va a donde la tasa de ganancia mayor. También, el gobierno mexicano obtuvo el compromiso del estadounidense de trabajar juntos en la investigación de la vacuna para el COVID-19. No hay duda que faltaron temas relevantes en la agenda, no había condiciones políticas para analizarlos. La agenda la dictaron las elecciones y la pandemia. Lo meloso de los discursos fueron la cubierta del pastel, su contenido político es más profundo.

Desde la perspectiva de las expectativas el viaje resulto fructífero para ambos mandatarios, pronto veremos si se reflejan en realidades. La pandemia ha puesto sobre la mesa la incapacidad del modelo neoliberal y del populista para atender las necesidades sociales básicas, como la salud de la población. El reto es construir alternativas de desarrollo integrales, pero la mayoría de las clases políticas en el mundo están pasmadas y sólo se les ocurren ideas viejas para realidades nuevas.

Javier Santiago Castillo

Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, con mención honorífica por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Candidato a Doctor en Ciencia Política en la misma institución. Es profesor titular “C” tiempo completo de la UAM-I, actuó en los 80's como coordinador nacional de capacitación electoral del Partido Mexicano Socialista; y representante de casilla del Partido Mexicano de los Trabajadores, de cuyo Comité Nacional formó parte. En los procesos electorales de 1991 y 1994 fue Consejero en el XXXVI Consejo Distrital Electoral del Instituto Federal Electoral en el D.F; se desempeñó como coordinador de asesores de Consejero Electoral del Consejo General en el Instituto Federal Electoral; representante del IEDF ante el Consejo de Información Pública del Distrito Federal; y Consejero Presidente del Instituto Electoral del Distrito Federal.