Skip to main content

Por Danner González
@dannerglez

¿Por qué seguimos escribiendo novelas?
Zanjemos por principio una cuestión esencial: Si vivimos en la época de la humanidad en que se produce más información que nunca, en donde nacen series y plataformas de streaming con la misma velocidad con que desaparecen o dejan de ser populares, ¿por qué seguimos escribiendo novelas? ¿Por qué incurrimos en la necedad de producir literatura si se trata de una actividad irracional, a decir de Juan Gabriel Vásquez? Dejemos que sea este mismo autor quien aventure una primera respuesta: Porque tenemos la necesidad de dar una forma verbal a la experiencia, anota Vásquez en sus Viajes con un mapa en blanco. Es posible. Pienso además que uno escribe novelas porque las ha leído sin encontrar la saciedad. Uno comienza a escribir cuando siente que algo falta en su universo de lector, o que algo no encaja en el mundo de lo ya sabido y pretende alumbrar, acaso para sí y tímidamente, la oscuridad fatal en que se encuentra.

Los mejores novelistas son por lo general excepcionales lectores. No se trata de una simple verdad de Perogrullo. Es ese entrenamiento de lector el que hace al buen novelista, o para decirlo con Piglia, “uno lee cualquier texto y activa todos los mecanismos de la sospecha”. No hay novedad en ello. Cervantes nos enseñó a sospechar en El Quijote: ¿Quién es este loco del que se habla? ¿De verdad está loco? ¿Y qué hay de quien escribe? ¿Es el manco autor de La Galatea, o es Cide Hamete Benengeli? O acaso es, dirá Borges en sus Ficciones, ¿Pierre Menard, autor del Quijote?

La ficción es historia, historia humana, o no es nada, escribió Joseph Conrad a propósito de la obra de Henry James. Aventuro una segunda hipótesis: uno escribe porque cree que tal vez pueda decir algo que no se ha dicho, o porque asume como idea propia, novísima –intertexto, le llama la jerga culterana–, algo que olvidó que ya había leído por ahí. Pero, ¿no son acaso unos pocos los grandes temas sobre los que revolotea una y otra vez la literatura? Escribimos contra el olvido. La novela es a la vez, paráfrasis y rapto, continuo arrobamiento por lo desconocido y capacidad de reinvención de lo escrito. De nuevo Piglia: “El guión es el grado cero de la escritura, es pura construcción de situaciones”.

¿Y qué es la novela, avanzada la segunda década del siglo XXI?
Finalizaba el siglo XX cuando Bolaño escribió que eran pocos ya los escritores que se atrevían a enfrentar los largos ejercicios de estilo de los grandes maestros. La novela de entre quinientas y mil páginas (Tolstoi, Dostoievski, Melville, Mussil, y más cercanos a nuestra realidad, Pynchon o Padura) es casi una rareza en nuestro tiempo. La era de la posmodernidad trajo aparejadas novelas de lectura discontinua, que exploraban al fragmento como una suerte de disparador de historias fugaces. ¿Por qué querría el ciudadano promedio de hoy, leer en mil páginas lo que nos puede ser contado en un hilo de Twitter?

Hace diez años escribí, como una exploración, una novela que luego fue guardada en un cajón y que quizá vea la luz este mismo año, a fin de testimoniar un tiempo ido. Eran los años de la ruptura de las formas preestablecidas de lo que entendíamos por novela. En México Mario Bellatin causaba sensación con títulos como El Gran Vidrio mientras que en España, Agustín Fernández Mallo hacía lo propio con la Trilogía Nocilla. Quizá sean las novelas del argentino César Aira las que mejor hayan envejecido de ese tiempo. Destaco de entre ellas, Cómo me hice monja. Por esos años me sorprendió también muy gratamente Señales que precederán al fin del mundo, del hidalguense Yuri Herrera. Se trata de novelas que exploran su tema de un tirón, un poco a la manera del jazzista que improvisa, novelas que se escriben de una sentada –es un decir– y que de la misma forma se agotan. No quiero abusar de Piglia, pero es que en esto de entender el arte narrativo es un jefe de jefes: “Lo que se ve es una presencia, digamos así, temática de las nuevas técnicas; pero no veo cambios en los modos de narrar.” Antes, Italo Calvino había formulado seis propuestas para el próximo milenio: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, consistencia, escribiendo que había tratado sobre todo de “quitar peso a la estructura del relato y del lenguaje”. Mientras preparo la edición de esa novela, que a la distancia encontrarán rarísima donde las haya, me pregunto si hemos agotado ya esta veta, repleta de metaficciones, y si valdrá la pena revisitarla.

Más allá de las formas, la novela continúa de pie porque ha sabido preservar su verdad, su habilidad para alumbrar las zonas densas del pasado o de lo francamente desconocido. Javier Cercas, en las Conferencias Weidenfeld aventura una teoría, que llama “del punto ciego de la novela”. Se sabe que nuestros ojos tienen un punto ciego, cuya oscuridad es compensada con una suerte de relleno producido por el cerebro, y porque además, un ojo compensa lo que el otro no alcanza a traducir, convirtiendo las tinieblas de ambos ojos en una visión integral. Es a través de ese punto ciego por el que una tradición novelística logra ver y además iluminar la oscuridad. Escribir una novela es, con Cercas, plantearse una pregunta compleja para formularla de la manera más compleja posible.

¿Y el narrador? ¿Qué pinta el narrador en todo esto?
El libro de los Hechos consigna que al llegar Pablo, el apóstol, en viaje misional a Atenas, ciudad de innumerables dioses, pero también de filósofos y pensadores, encontró un resquicio por donde colar su prédica cristiana: “Porque mientras pasaba y observaba los objetos de vuestra adoración, hallé también un altar con esta inscripción: AL DIOS DESCONOCIDO. Pues lo que vosotros adoráis sin conocer, eso os anuncio yo”. Saulo de Tarso, converso, acababa de encontrar una nueva forma de narrar, y un narrador universalmente aceptado: Un dios desconocido. No es pues el estilo, sino la relación del que narra con la historia, la que puede ser apasionada, irónica, elegíaca, distante, nos explica el profesor Piglia.

Es ese dios narrador el que nos cautiva de muy distintas maneras: Es el narrador –que no el autor– un dios omnisciente a veces, un dios memorioso, pero también los hay que se cuestionan todo el tiempo y se corrigen, reescriben y hacen inauditos esfuerzos por interpretar los signos de su propia teogonía. Tal es el caso de los narradores de Soldados de Salamina o Anatomía de un instante de Javier Cercas. A veces el narrador es un dios compasivo, como el de Onetti, al que, qué duda cabe, no le atraen sus personajes; es probable incluso que sienta repulsión por ellos, pero no los juzga, los mira con tristeza, se limita a narrar sus vidas, repletas de conflictos morales.

Otras veces el dios es mentiroso, revisionista, benévolo, un dios que trata de entender y se esfuerza por hacer que todos entendamos, o un dios permisivo, pesimista, fundamentalista, un dios deicida, un dios descifrador de códigos, paranoico, intérprete, glosador, un dios sembrador de incertidumbres, traductor; diagramador, como Stendhal, dibujando las escenas de Rojo y Negro o un dios cartógrafo, como Onetti, haciendo mapas del territorio inventado, Santa María; un dios experto en caza mayor o en pesca como el narrador de Hemingway, un dios traductor, indiferente a veces, inasible siempre. Un dios a la medida de cada una de nuestras teogonías, eso es el narrador y es mediante ese dios como afirmamos nuestra fe en el arte de la novela.

Danner González

Especialista en comunicación y marketing político. Ha realizado estudios de Derecho en la Universidad Veracruzana; de Literatura en la UNAM; de Historia Económica de México con el Banco de México y el ITAM, y de Estrategia y Comunicación Político-Electoral con la Universidad de Georgetown, The Government Affairs Institute. Máster en Comunicación y Marketing Político con la Universidad de Alcalá y el Centro de Estudios en Comunicación Política de Madrid, España, además del Diplomado en Seguridad y Defensa Nacional con el Colegio de Defensa de la SEDENA y el Senado de la República. Ha sido Diputado Federal a la LXII Legislatura del Congreso de la Unión, Vicecoordinador de su Grupo Parlamentario y Consejero del Poder Legislativo ante el Consejo General del Instituto Nacional Electoral. Entre 2009 y 2010 fue becario de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores en Córdoba, España. Sus ensayos, artículos y relatos, han sido publicados en revistas y periódicos nacionales e internacionales. Es Presidente fundador de Tempo, Política Constante.