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Por Danner González

@dannerglez

“El país entero está remendado con telaraña.”

–Gabriel García Márquez, La mala hora.

Somos el vivo desierto, mexicanos perdidos en México, escribió Roberto Bolaño. Somos una patria hecha a punta de corazón y lágrimas. Somos la puerta de entrada a ese laberinto de soledades que es nuestra Latinoamérica y en la que, ya Gabo nos lo dijo el siglo pasado, tenemos un pálpito que a menudo nos alerta cuando algo va a pasar. Somos un morir a gotas, soledad en llamas, profetizó Gorostiza en la Muerte sin fin. Muy a nuestro pesar y de formas enrevesadas, todos somos hijos del cacique, sentenciaba Rulfo. Lo importante, entonces, no era saber que estábamos muertos desde endenantes, sino entender cómo llegamos a convertirnos en ese páramo infecundo.

No nos es ajeno el horror desatado a partir de 2006 por Felipe Calderón en su espantosa guerra contra el narco. Hemos sido y somos víctimas, colaterales en el menor de los casos, de la violencia desatada. Por eso es relevante el enfoque de Somos, la serie para Netflix de James Schamus, Monika Revilla y Fernanda Melchor, que cuenta la masacre ocurrida en Allende, Coahuila en 2011, a contracorriente de las grandes producciones que hacen apología de la violencia, y que son ya en sí mismas un género: las narcoseries.

Esta historia en cambio está narrada desde las visiones particulares de las víctimas de aquel infierno. Uno entre tantos. Somos, la serie, nos muestra el rostro de la otredad, de esos otros en los que nos reconocemos e identificamos también a nuestros semejantes. Como en Crónica de una muerte anunciada, sabemos desde un principio lo que pasará, pero la historia –Gabo también nos lo enseñó– no estaba en los muertos de tripas sacadas sino en los vivos que tuvieron que sudar hielo en su escondite.

Reconocemos, por ejemplo, en Paquito –uno de los personajes principales de la historia–, a muchos jóvenes que no pudieron estudiar, que le echan ganas para conseguir un empleo que nunca llega. Mañana tal vez será, se dicen a sí mismos. En un país de rezagos históricos, resisten los días como por arte de magia. Pronto tienen hijos, de cuyo futuro nada saben. Viven con la zozobra de no saber qué comerán mañana, qué vestirán o cómo habrán de medicarse en caso de enfermedades.

A uno de ellos –ojalá fuera ficción, pero la historia me llega de primera mano–, en uno de esos tantos pueblos sin futuro aparente, en donde la canícula hace perder la paciencia y a la menor provocación te dan pamba con picahielos, su madre le vaticina todos los días encendidas maldiciones: “Ojalá te maten un día de estos, para que deje yo de hacer corajes. Sólo voy a descansar de andarme preocupando por tus pendejadas el día que me entere que ya te cortaron la cabeza por ahí”, le dice. Paquito se queda callado, es probable que le eche ganas, pero siempre acaba cajeteándola, irremediablemente. Diríase que por no respaldarlo, ni su jefa lo respalda.

Paquito –el de la serie– es el rostro de todos esos jóvenes sin posibilidades, sin presente ni futuro cierto. Saben pocas cosas de la vida, porque nadie se tomó el tiempo de enseñárselas, pero una de las que saben, porque se les encajan como golpes en las costillas es que vivir es un riesgo mayúsculo. Hay personajes acaudalados que con mucha filosofía sostienen que cada día vivido es un día que le entregan a la muerte. Paquito sabe en cambio que cada día vivido es un día que ha logrado escamotearle a la desgracia, al destino o al azar, o de entre todos los nombres posibles, a su rostro más implacable: la muerte.

Paquito es simpático, entrón, tiene salero, pero no logrará salir de ese círculo constante en el que se encuentra y del que desde luego, no tiene culpa. Se sabe en los pueblos que de cada tres que vienen a este mundo, dos vienen a chingar y uno a no dejarse. Son pueblos mancillados, encantados primero por políticos y luego por narcos y después por una combinación de ambos, una y otra vez, hasta el cansancio.

Vicente Alfonso sostiene que eso que el habla popular llama pueblos violentos son en realidad pueblos violentados. Los hicieron así los palos, las balas, los sepulcros, y en tiempos recientes, incluso hasta esa posibilidad les fue negada: la existencia de una tumba en donde los familiares pudieran llorar a sus muertos, rezarles o llevarles flores.

Somos nos confronta con nuestro pasado reciente, en el que reapareció cierta figura que parecía haberse extinguido con las últimas brasas de la revolución: la leva. Si en los albores del siglo XX la leva fue el reclutamiento obligatorio de la población civil a manos de “los federales”, en pleno apogeo de “los de la letra”, muchos paisanos se vieron igualmente levantados para realizar trabajos forzados que jamás soñaron. Todavía no sabemos cuántos de nuestros desaparecidos fueron convertidos en soldados de una guerra para la que todos los hombres servían, unos para matar y otros para que los mataran.

En 1953, ese espléndido grabador que fue Leopoldo Méndez, produjo una xilografía excepcional: “Homenaje a José Guadalupe Posada”. En primer plano, un fornido Posada, gubia en mano, mira impávido por la ventana la escena que habrá de aparecer al día siguiente en el diario: Hombres armados levantan de la calle a otros hombres que, víctimas colaterales, quizá sólo pasaban por allí. A un costado se mira a Ricardo y Enrique Flores Magón, que están por entregar un texto a la imprenta. Ricardo lo sostiene valeroso en la mano. Allí se lee: “No habrá leva, ese pretexto con que los actuales caciques arrancan de su hogar a los hombres a quienes odian”. Detrás suyo, un joven organiza los tipos móviles. Arriba se enmarca una fecha: 1902. Poco más de cien años después, la historia y la leva iban a repetirse.

Somos es una historia escrita para no olvidar y si es posible, para que nunca un horror así vuelva repetirse en nuestra patria.

Danner González

Especialista en comunicación y marketing político. Ha realizado estudios de Derecho en la Universidad Veracruzana; de Literatura en la UNAM; de Historia Económica de México con el Banco de México y el ITAM, y de Estrategia y Comunicación Político-Electoral con la Universidad de Georgetown, The Government Affairs Institute. Máster en Comunicación y Marketing Político con la Universidad de Alcalá y el Centro de Estudios en Comunicación Política de Madrid, España, además del Diplomado en Seguridad y Defensa Nacional con el Colegio de Defensa de la SEDENA y el Senado de la República. Ha sido Diputado Federal a la LXII Legislatura del Congreso de la Unión, Vicecoordinador de su Grupo Parlamentario y Consejero del Poder Legislativo ante el Consejo General del Instituto Nacional Electoral. Entre 2009 y 2010 fue becario de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores en Córdoba, España. Sus ensayos, artículos y relatos, han sido publicados en revistas y periódicos nacionales e internacionales. Es Presidente fundador de Tempo, Política Constante.