Por Salvador López Santiago
@sls1103
“No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país.” —John F. Kennedy.
El jurista Diego Valadés señala que en un Estado constitucional el poder supremo corresponde al pueblo. Sobre el particular, los artículos 39 y 41 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, respectivamente disponen que: la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo; y que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión. Sin embargo, el propio autor advierte que el rediseño constitucional que abrió la puerta a los órganos constitucionales autónomos ha transformado la doctrina clásica, creando zonas al margen del dominio del pueblo a las que denomina soberanía burocrática —a pesar de que sus integrantes son nombrados o ratificados por el Senado de la República o la Cámara de Diputados—.
Con este punto de partida, la pregunta obligada es ¿en qué medida y con que frecuencia ejercemos la soberanía nacional plasmada en el texto constitucional? Es muy probable que la respuesta nos remitiría al momento mismo en el que depositamos nuestro voto en las urnas cuando se renuevan los cargos de elección popular. Este panorama desalentador se agrava todavía más, al considerar que en la mayoría de los procesos electorales la participación ciudadana a nivel nacional, difícilmente supera el 50%, e incluso, el número de electores registrados en la Lista Nominal que emitió su sufragio en la elección histórica de julio de 2018 llegó a poco más del 62%.
Si partimos del consenso de que la soberanía popular representa la piedra angular de todo sistema constitucional democrático —como se asume el mexicano—, entonces lo sano y deseable sería que la ejerciéramos permanentemente y no sólo el día de la jornada electoral. El contexto de cambios que vivimos en México es propicio para construir ciudadanía, porque entre más pendientes estemos sobre el desempeño de nuestros representantes populares, éstos se conducirán con mayor probidad, eficiencia y eficacia; más importante aún, el poder supremo en verdad podrá materializar el espíritu del legislador y formar parte de la esfera de acción e interés del pueblo, eliminando la opacidad y la burocratización de la soberanía.
Sin exagerar, cada acción u omisión realizada por nuestros representantes impacta directa o indirectamente en prácticamente todas las actividades que llevamos a cabo como parte de una colectividad, es ahí donde radica la importancia de que la ciudadanía se involucré en los asuntos públicos. Por eso, más allá de simpatías, filias y fobias, en todo momento deberíamos buscar contribuir a la construcción de soluciones, acuerdos y cambios favorables al bien común. El desafío no es menor, porque frecuentemente se llega a pensar que solamente pueden incidir en sus entornos quienes ejercen un cargo, pero eso únicamente es un factor de la ecuación y, otro elemento indispensable, precisamente es el papel que desarrolla cada ciudadana y cada ciudadano desde su cotidianidad.
Este anhelo, que también es un llamado al activismo en beneficio de la transformación, coincide con una tendencia presente durante décadas en distintas partes del mundo y me refiero a dos momentos puntuales —que tienen detrás ideologías que vale la pena replicar—. El primero nos remite al 10 de enero de 2017, al pronunciar su último discurso como presidente de los Estados Unidos, Barack Obama manifestó: “El cambio sólo ocurre cuando la gente común se involucra, se compromete y se une para exigirlo”. En la extraordinaria pieza discursiva el exmandatario también expone: “Que nosotros, el pueblo, a través del instrumento de nuestra democracia, podemos formar una unión más perfecta. Qué idea tan radical, el gran regalo que nos dieron nuestros fundadores. La libertad de perseguir nuestros sueños individuales con nuestro sudor y fatiga e imaginación”.
El segundo lo encontramos en la arena nacional con el Ingeniero Heberto Castillo, nombrado en el cierre de campaña de AMLO en el Estadio Azteca 27 de junio de 2018 como uno de los principales defensores de las libertades, la justicia, la democracia y la defensa de la soberanía nacional durante décadas, que decía con insistencia: “Hay que ver con los propios ojos, pero también a través de los ojos de los demás”, porque aseguraba que solamente la suma de todas las verdades individuales construía, al final, la verdad colectiva, aquella por la que tanto luchó el llamado unificador de las izquierdas en México. A manera de conclusión, considero que la mejor manera de ejercer la soberanía nacional — piedra angular de la transformación—, es a través de una ciudadanía responsable, objetiva y crítica alejada del halago fácil, pero también de la descalificación a priori, siempre dejando claro que la soberanía radica en el pueblo, en nada ni nadie más.