Por Javier Santiago Castillo
@jsc_santiago
Las experiencias reformistas de Chile y México tienen similitudes y diferencias. Para entrar al análisis comparativo de los procesos políticos en ambos países hay que partir de la premisa, de la existencia de una amplia gama de posiciones de izquierda, con similitudes y diferencias. Estoy cierto que habrá quienes festejen o descalifiquen al considerar a Gabriel Boric y Andrés Manuel López Obrador como representantes de la izquierda latinoamericana. No faltará quien lo considere un sacrilegio político. Pero no se trata de satisfacer egos ideológicos, sino de reflexionar sobre el sinuoso camino del reformismo social, por limitado que sea, dentro de marcos constitucionales preestablecidos.
La primera similitud es que ambos procesos tienen décadas de gestación. En el caso de Chile el momento inicial de la última etapa podemos ubicarlo en el momento del triunfo electoral de Salvador Allende, en 1973, que desembocó en la larga noche de la dictadura pinochetista. En el caso de México podemos ubicar la fecha en las elecciones presidenciales de 1988, porque fue el momento de confluencia de la izquierda socialista, comunista, nacionalista y el priismo disidente.
Chile vivió la dictadura y México el autoritarismo. Ambos movimientos políticos reformistas optaron por la vía pacífica y electoral, con largos procesos transición que, en el primer caso transitó por un plebiscito (1988) siendo el inicio del fin de la dictadura. El pinochetismo heredó una constitución (1980), que garantizaba la existencia de mecanismos de poder con el fin de perpetuar los privilegios de las élites e imponiendo un modelo de capitalismo salvaje.
En el mes de octubre de 2019 el detonante del descontento social fue un incremento en el sistema de transporte público de Santiago, la capital del país. Miles de estudiantes de secundaria salieron a las calles a protestar, en el transcurso de los días el número de participantes se incrementó considerablemente, desembocando en enfrentamientos con los carabineros y que el presidente Sebastián Piñeira decretara Estado emergencia y el toque de queda. La implosión del descontento hizo que afloraran otras demandas como el alto costo de la vida, las bajas pensiones, precios elevados de fármacos y tratamientos de salud y un rechazo generalizado a la clase política por el descrédito acumulado y a la constitución.
La primera respuesta de la clase política se dio en primer lugar por la vía represiva. A fines de 2019 el propio gobierno informó de 32 fallecidos, 3,400 civiles hospitalizados y 2,000 carabineros lesionados. para fines de 2020 Amnistía Internacional informó de dos y 12,547 civiles heridos, de ellos 1,980 por armas de fuego y la detención de 8,812 individuos, muchos de los cuales fueron sometidos a torturas y vejaciones por parte de las Fuerzas Armadas y del orden. En segundo lugar, se buscó una salida política cuando el gobierno anunció una serie de medidas denominadas “nueva agenda social”. La cual incluyó medidas relacionadas con pensiones, salud, salarios y la administración pública. Además, se convocó a un plebiscito nacional, realizado en octubre de 2020 en el que se aprobó elaborar una nueva constitución.
El caso mexicano se caracteriza por heredar de la revolución un sistema políticamente autoritario con un proyecto de desarrollo nacionalista y capitalista de economía mixta. Dicho modelo inició su mutación en el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988) a una economía de mercado abierta a la globalización. La administración gubernamental de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) fue el de la consolidación en el proceso de inserción a la economía globalizada. Dos acciones fueron las determinantes: la venta de garaje de las empresas y bienes del Estado y la negociación y firma del Tratado de Libre Comercio, que entró en vigor el 1 de enero de 1994. A la par, este sexenio estuvo marcado con un tinte represivo, pues más de 700 dirigentes sociales y partidarios, principalmente del PRD fueron asesinados. La “modernización económica” se cimentó en la sangre de la disidencia.
Con Ernesto Zedillo, los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón y el priista Enrique Peña Nieto el modelo económico globalizador continuó su paso triunfal y a pesar de múltiples programas sociales implementados con el fin de disminuir la pobreza la desigualdad social se incrementó. La polarización socio-económica fue ignorada por las élites, esto fue abonando un silencioso descontento contra el sistema. Morena y en particular Andrés Manuel López Obrador lo capitalizaron en las elecciones presidenciales de 2018, refrendándolo en las elecciones federales y locales de 2021 y 2022. El eslogan “por el bien de todos, primero los pobres” sintetizó y sintetiza la aspiración de amplios sectores sociales marginados de los beneficios de la modernización globalizadora.
Como se puede deducir con facilidad los procesos reformistas de Chile y México tienen su origen en la inconformidad social producto de las desigualdades del modelo económico dominante en el mundo. Pero encontraron salidas diferentes para crear bases sobre los cambios deseados. Ambos procesos toparon con un entramado constitucional y legal que limita sus ímpetus reformistas. Los caminos para realizar las reformas coinciden en la vía pacífica, teniendo rumbos diferentes en la construcción de una nueva legalidad. En Chile, a pesar del tropiezo por la votación negativa a favor de la nueva constitución, prevalece la voluntad política de elaborar una nueva propuesta. La lección es dura. El exceso ideologizado izquierdista, a pesar de ser justo, ayuda a la derecha, porque cuenta con el poder que le otorga la hegemonía ideológica.
En el caso de México, sin entrar al debate particular de las reformas constitucionales o las propuestas recientes, es indudable que existe una tendencia a adecuar la Constitución a la visión de la 4T. Hasta mayo de 2021 se han reformado 55 artículos, que comprenden una gran diversidad de materias. Las más relevantes sin duda son las que definen políticas sociales, seguridad pública y la participación del Estado en la economía, en particular el tema energético.
Una diferencia sustancial entre el reformismo chileno y el mexicano es la dimensión del apego a las reglas de acceso y ejercicio del poder. En el primer caso la larga tradición institucional de la clase política. La derecha, ante la posibilidad de que el movimiento social se desbordará y se diera una confrontación violenta por el poder optó por convocar a un plebiscito para definir una nueva constitución. La izquierda ante el rechazo en el plebiscito de la propuesta de la nueva constitución está buscando el acuerdo político con la derecha para elaborar una nueva propuesta constitucional.
En el segundo caso, en la 4T se fusionan dos tradiciones de cultura política, la autoritaria como herencia priista y la de no apego a la legalidad de la izquierda. Claro ejemplo de lo anterior son las acusaciones de la realización de fraudes a las autoridades electorales y la descalificación absoluta de quienes tienen una posición distinta. Aunque en descargo, hay que señalar que la oposición gubernamental cae en vicios similares al discurso descalificador la 4T.
El reformismo de la 4T, por limitado que sea, para consolidarse requiere de reformas a la Constitución. Por su lado, la oposición necesita incluir en su agenda programática aspectos que atiendan las necesidades de los sectores marginados de la sociedad. Es indispensable, para el bienestar del país, que las fuerzas políticas dialoguen con el fin de encontrar salidas institucionales a los graves problemas que aquejan a nuestro país. No creo que sea un exceso exigir responsabilidad institucional a los actores políticos. La polarización discursiva, en la historia, ha sido el primer paso de la inestabilidad política. ¡cuidado!