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Por Javier Santiago Castillo

@jsc_santiago

A lo largo de la historia del país las fuerzas armadas, de manera especial el ejército, han tenido un rol político. A lo largo de los siglos XIX y XX su papel como actor político fue claramente protagónico. Al nacer México como nación soberana la transformación institucional colonial a la independiente fue, lo menos, accidentada. A pesar de ello los diversos congresos tuvieron un papel protagónico en la disputa por el poder político.

Pero, sin duda alguna, el ejército se convirtió en el actor definitorio de quien detentaría el poder a nivel nacional. Los contingentes de la Guardia Nacional se encontraban bajo el mando de los gobernadores de cada estado, lo cual les otorgaba fuerza propia. Hubo casos en que coaliciones de gobernadores lograron llevar a la presidencia de la República a determinado personaje.

Ante esa realidad, la generación de los liberales redactora de la Constitución de 1857 incluyó, en el artículo 122, después de encendidos debates, la disposición de que: “En tiempo de paz ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones, que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión; o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas.”

El diputado Ponciano Arriaga presentó un voto particular en contra del elaborado por la Comisión de Constitución del Congreso Constituyente, el cual fue favorable de la supresión de las comandancias generales. Las cuales “…no han sido ni son más que rivales de las autoridades de los estados, que toman parte muy directa en los asuntos civiles, políticos y administrativos; que deliberan y mandan, no ya en asuntos de justicia sino también de hacienda, de paz y de seguridad pública… han dado margen a todas las querellas y colisiones, a todas las disputas y discordias que tantas veces han perturbado, no solamente la buena armonía que debe reinar entre todos los funcionarios públicos, sino también el régimen legal y hasta la paz pública…”

La primera parte del artículo fue aprobado por unanimidad y la segunda, el dictamen de la comisión fue derrotado en el pleno por 70 votos en contra y 10 a favor y el voto particular, de Arriaga, fue aprobado por 74 contra cinco. Es evidente la sólida la convicción civilista de los constituyentes de 1857 y la reserva, plenamente justificada, a la intromisión de los militares en asuntos de competencia exclusiva de las autoridades civiles. Sin duda alguna una nítida visión de Estado.

Es importante enfatizar que los revolucionarios que participaron en la elaboración de la Constitución de 1917, desde Carranza hasta los diputados constituyentes de todas las tendencias, no tuvieron reserva alguna con el contenido de esa disposición constitucional. En el Congreso Constituyente fue aprobada, sin discusión, con 153 votos a favor y uno en contra.

Después de la revolución el proceso de desmilitarización de la vida civil ha sido un largo proceso inconcluso, porque se han dado retrocesos. El primer espacio social a tomar distancia de los militares fue el político. Los artífices el inicio del ese proceso fueron dos generales Lázaro Cárdenas, ya como expresidente, y Manuel Ávila Camacho como presidente impulsando la candidatura de Miguel Alemán Valdés primer presidente civil (1946-1952).

Pero, durante el Antiguo Régimen, el presidente del partido hegemónico fue militar hasta 1964. Gustavo Díaz Ordaz fue el primer presidente que nombró civiles en la presidencia del PRI. Pero se mantuvo cuota para miembros de las fuerzas armadas como senadores, diputados y gobernadores.

Durante la alternancia panista parece el acuerdo entre la voluntad presidencial y los militares se mantuvo, al igual que con el presidente Enrique Peña Nieto. En la LXIV Legislatura sólo hubo dos diputados miembros de las fuerzas armadas, el General Benito Medina Herrera y el almirante Juan Ortiz Guarneros, ambos de representación proporcional por el PRI. El otorgamiento de estos espacios legislativos tal vez fue una reminiscencia nostálgica del pasado.

La actual legislatura (LXV) es la primera en que no participan miembros de las fuerzas armadas. Lo que si es necesario tener presente es que las fuerzas armadas se han mantenido al margen de la contienda por el poder político a lo largo de más de medio siglo. Un caso emblemático, según cuenta la leyenda urbana, fue que ante el planteamiento del presidente Fox de que se podría enviar a las tropas a la calle para contener el descontento por el desafuero del entonces Jefe de Gobierno del D.F., Andrés Manuel López Obrador, la respuesta del General Secretario Clemente Ricardo Vega García fue contundente: “señor presidente esta situación fue creada por políticos. Los políticos la tienen que resolver”.

En donde la presencia militar es de larga data es la seguridad pública y los órganos de inteligencia, desde la Dirección Federal de Seguridad (1947), aunque en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (1989-2018) la mayoría de los directores fueron civiles, hasta el actual Centro Nacional de Inteligencia.

En el caso de la Seguridad Pública la participación de militares es añeja. A lo largo de décadas del siglo XX cumplieron funciones de vigilancia en el medio rural y fueron instrumento de represión contra los movimientos sociales. En el caso del combate contra el narcotráfico Luis Astorga afirma que la participación del ejército se dio por primera vez en 1938 y se reforzó en 1947 al quedar como coadyuvante de la Procuraduría General de la República.

Hacia finales del sexenio de Ernesto Zedillo se dio un incremento del número de militares como titulares de las instituciones de seguridad pública en los estados y su incorporación a la Procuraduría General de la República. En paralelo la Suprema Corte resolvió una acción de inconstitucionalidad (1/96) que establecía que las fuerzas armadas “pueden participar en acciones civiles a favor de la seguridad pública, en situaciones que no se requiera suspender garantías, pero sólo a solicitud expresa de las autoridades civiles, a las que deben estar sujetas con estricto acatamiento a la Constitución y las leyes…La participación de las fuerzas armadas en auxilio de las autoridades civiles es constitucional”.

El presidente Peña Nieto promulgó el 21 de diciembre de 2017 la Ley de Seguridad Interior. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y legisladores presentaron acciones de inconstitucionalidad (6/2018 y acumuladas). La Corte declaró la inconstitucionalidad de la ley porque el Congreso no tenía atribución para legislar en materia de seguridad interior y, por incluir el concepto de seguridad interior en el concepto de seguridad nacional, para permitir la acción de los militares en actividades de seguridad pública, lo cual era un fraude a la Constitución.

Con estos antecedentes la resolución de la Acción de Inconstitucionalidad (137/2022) contra las reformas que trasladaron el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional no debería haber causado sorpresa alguna. La resolución de la Suprema Corte tiene una coherencia histórica apegada a la tradición civilista, en que la seguridad pública es una de las atribuciones de la autoridad civil. Las fuerzas armadas pueden coadyuvar a la seguridad pública, pero a solicitud de la autoridad competente.

Sin duda alguna el acotamiento de la intervención de los militares en la vida civil es uno de los valores supremos de la tradición constitucional del país, que ha contribuido a la paz social. Pretender ampliar la participación de las fuerzas armadas en la seguridad pública es ir contra la rueda de la historia, que despojó al militarismo de su fuerza originaria y una traición a uno de los valores esenciales de la herencia liberal decimonónica.

Javier Santiago Castillo

Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, con mención honorífica por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Candidato a Doctor en Ciencia Política en la misma institución. Es profesor titular “C” tiempo completo de la UAM-I, actuó en los 80's como coordinador nacional de capacitación electoral del Partido Mexicano Socialista; y representante de casilla del Partido Mexicano de los Trabajadores, de cuyo Comité Nacional formó parte. En los procesos electorales de 1991 y 1994 fue Consejero en el XXXVI Consejo Distrital Electoral del Instituto Federal Electoral en el D.F; se desempeñó como coordinador de asesores de Consejero Electoral del Consejo General en el Instituto Federal Electoral; representante del IEDF ante el Consejo de Información Pública del Distrito Federal; y Consejero Presidente del Instituto Electoral del Distrito Federal.