En apretada síntesis, la justicia transicional es la decisión del Estado de hacerse cargo de dar cuenta de los crímenes cometidos en el pasado que acompaña el cambio de un régimen dictatorial o autoritario a cierta forma de democracia o de una sociedad en conflicto bélico a una en condiciones de paz y democracia.
Kofi Annan, cuando fue secretario general de la ONU, agregó tres elementos para precisar con mayor nitidez la definición de la justicia transicional: 1. Debe dar cuenta o hacerse cargo de un pasado de abusos masivos y sistemáticos o de violencia masiva o de masivas violaciones a los derechos humanos; 2. Procurando la rendición de cuentas, la búsqueda y el conocimiento de la verdad, la reparación y los cambios institucionales y la búsqueda de la reconciliación; y 3. Mediante varios mecanismos o procedimientos, judiciales o no, que dependen de las condiciones de cada sociedad. Estos son los 3 aspectos esenciales en torno a los cuales se dan los debates de la justicia transicional.
Existe una aceptación generalizada de que se han dado tres olas de justicia transicional. La primera posterior a la segunda guerra mundial por medio de los juicios de Núremberg y de Tokio para enjuiciar y castigar a los criminales de guerra nazis y de la élite política-militar japonesa. La segunda, en la década de los años 70 del siglo pasado, al caer las dictaduras militares en Portugal, Grecia y España. La tercera, que podemos afirmar que todavía está vigente, se inició con las transiciones a la democracia en América latina y la desaparición del bloque socialista en Europa del este durante la década de los años ochenta.
La forma en que cada país implementó su proceso de justicia transicional tuvo características propias, sobre todo por la forma en que se dio el cambio de régimen y de las correlaciones de fuerzas políticas existentes en cada país. Cuando las élites autoritarias o dictatoriales cedieron el poder paulatinamente o por medio de un pacto, generalmente los responsables de las violaciones a los derechos humanos no fueron castigados; en cambio, cuando el tránsito a la democracia implicó un enfrentamiento los responsables si fueron castigados.
Como ejemplos de la situación descrita podemos mencionar en un extremo a España, en dónde se practicó el olvido y el perdón, aunque tuvo como consecuencia el retraso en las reformas institucionales. En el punto opuesto podemos ubicar el caso argentino, que después de un proceso político complejo, derivado de la derrota de los militares en la guerra de las Malvinas frente a Gran Bretaña, lograron implementarse políticas oficiales de verdad y justicia de amplio alcance, culminando con condenas de cárcel contra miembros de la cúpula militar.
El caso sudafricano tiene connotaciones relevantes dado que la violación de los derechos humanos, derivado de la existencia del apartheid, tenía un carácter estructural desde la época del dominio colonial, sustentado en una discriminación racial extrema. La transición después de décadas de lucha de la mayoría negra se realizó por medio de un pacto; el cual tuvo como mecanismo central la reconciliación, por lo que era indispensable una amnistía cuya aprobación no fue políticamente sencilla de lograr.
Por su lado, las instituciones judiciales no tuvieron un nivel de eficacia relevante para someter a juicio y condenar a los responsables de las violaciones más graves a los derechos humanos. Por otra parte, diversas comisiones de la verdad jugaron un papel relevante en lo que podríamos considerar una catarsis político social amplia, pues a lo largo de 1996 y principios de 1997 celebraron reuniones en las visitas a 50 ayuntamientos, hospitales e iglesias de todo el país, en donde los ciudadanos podían acudir a testificar sobre los abusos del pasado. Una de las consecuencias de ese trabajo fue la creación di una red de mediación entre víctimas y represores.
En los casos en que se dio el perdón y el olvido, un buen número de los represores suelen mantenerse en sus cargos. En cambio, en los casos que se dio confrontación se realizaron cambios institucionales en el ámbito de la seguridad pública y, en general, las fuerzas armadas se mantuvieron intocadas.
En México la élite política autoritaria fue cediendo el poder paulatinamente a lo largo de décadas y, en el momento de la alternancia en la presidencia de la república, en el año 2000, mantenía espacios de poder en el Congreso de la Unión, en los estados y los municipios lo que fue un factor para no darse un proceso de justicia transicional.
Durante el gobierno de Fox se ratificó un número importante de tratados y se aceptó la competencia contenciosa de organismos internacionales, como la Corte Penal Internacional. También se creó, en 2001, la Fiscalía Especial para la Investigación de Hechos Probablemente Constitutivos de Delitos Cometidos por Servidores Públicos en Contra de Personas Vinculadas con Movimientos Sociales y Políticos del pasado (FEMOSPP), que al final de cuentas no obtuvo resultados. Sólo existe un borrador incompleto de su informe final.
Este fracaso en la justicia transicional estuvo marcado por la ausencia de voluntad política y de que los represores se encontraban en posiciones de poder importantes. Esta semana se hizo público que el Procurador General de la República en ese tiempo, el general Rafael Macedo de la Concha, fue agente de la Dirección Federal de Seguridad en los años setenta del siglo pasado, que fue el músculo represor por excelencia el antiguo régimen durante la guerra sucia.
En el sexenio peñista se realizaron algunas reformas legales, como la Ley General de Víctimas, que tuvieron el fin de dar la impresión de qué se atendía el grave problema de violación a los derechos humanos. Pero la realidad mostró en lacerante rostro de la violencia ejercida desde el Estado. El punto de quiebre fue la desaparición y asesinato en 2014 en los estudiantes en Ayotzinapa. El gobierno federal aceptó la participación internacional en la investigación, pero sistemáticamente bloqueó el flujo de información. La verdad histórica esgrimida por el procurador general de la república se convirtió en la única verdad.
El cambio de gobierno en 2018 abrió la puerta de esperanza para que por fin se hiciera justicia, porque el gobierno incluyó en su discurso la justicia transicional con el fin de promover espacios de discusión para impulsar reformas. En el plan nacional de desarrollo 2019-2024 se expresa “… Uno de los principios rectores de la política es que no existe paz sin justicia, por lo cual, entre otras, se dará impulso a los procesos regionales de pacificación con esclarecimiento, justicia, reparación, garantía de no repetición y reconciliación nacional”.
No se puede negar que se han llevado a cabo acciones para esclarecer, llevar ante la justicia a violadores de los derechos humanos, pero esas acciones han sido aisladas y dispersas. No existe una política pública con objetivos y estrategias claras sobre justicia transicional. La naturaleza de la violencia ha transitado de la ejercida directamente por el Estado a la practicada por redes criminales, conformadas por policías, militares, ministerios públicos, jueces, delincuentes, políticos y empresarios.
Un aspecto esencial en el que se pudo haber avanzado es en la transformación de las instituciones responsables de la seguridad pública y las fuerzas armadas. Ninguno de los gobiernos, desde la alternancia, panista, priísta o morenista se ha preocupado por depurar a esas instituciones.
Las fiscalías federales y estatales y las policías, desde la guardia nacional hasta las policías municipales están incrustados emisarios del pasado. La depuración de las fuerzas de seguridad y el desmantelamiento de las redes criminales serían pasos esenciales para avanzar en el camino de la justicia transicional. Transición política sin justicia, no es transición a la democracia. Lo demás es demagogia.