Por Javier Santiago Castillo
@jsc_santiago
La pregunta más radical, más revolucionaria que se hizo en la Asamblea Constituyente de Francia el 28 de agosto de 1789 fue: ¿cuánto poder debería tener el rey?, porque la respuesta definiría el fin del poder absoluto de la monarquía y de la Iglesia Católica.
En la sala de sesiones los asambleístas leales a la corona se ubicaron a la derecha del presidente; su posición era la de contener la Revolución y de que el rey conservara el derecho de veto absoluto sobre la ley y de que se instaurara una monarquía constitucional similar a la inglesa. En la sillería del lado izquierdo se sentaron los progresistas que no estaban de acuerdo con las monarquistas y proponían cambios más radicales con el fin de disminuir el poder del rey.
Los sentados a la izquierda ganaron con 673 votos en contra de 325 de los monarquistas sentados a la derecha. A partir de ahí la sencillez de la dicotomía política derecha izquierda entró, para ya no salir del lenguaje político. Caída la monarquía la discusión se centró en el tipo de república debería establecerse. La derecha deseaba un Estado ligado a la Iglesia, la izquierda prefería una república laica.
En el siglo XIX los temas económicos y los derechos sociales de los trabajadores entran a ser esenciales para la definición de la derecha y la izquierda. La primera marcada por el sello del liberalismo económico y la limitación de los derechos laborales, con frecuencia aliada a la iglesia católica y; la segunda por un mercado regulado y la ampliación de los derechos de los trabajadores sociales y políticos. Para siglo XX la revolución rusa marca un hito en la evolución de la dicotomía política, pues los polos pasan a ser estar a favor de la construcción de una nueva sociedad sin desigualdades sociales o estar en contra de ella.
Simone de Beauvoir escribía en 1955 (El pensamiento político de la derecha) el impacto de la primera guerra mundial en el pensamiento de la burguesía, porque su optimismo “…se sintió seriamente quebrantado. En el siglo anterior, la burguesía creía en el desarrollo armonioso del capitalismo, en la continuidad del progreso, en su propia perennidad. Cuando se sentía dispuesta la justificación, podía invocar en su provecho el interés general: el avance de las ciencias, de las técnicas; a partir de las industrias fundadas sobre el capital aseguraba la humanidad futura la abundancia y la felicidad. Sobre todo, confiaba en el porvenir, se sentía fuerte. No ignoraba la “amenaza obrera”, pero poseía contra ella toda clase de armas…”
La aparición de los monopolios y repliegue de la libre competencia tuvo un impacto sobre las concepciones sociales y políticas de las élites. La alocada década de los años veinte sacudió a las buenas conciencias de moralidad victoriana. Además, nacerán el fascismo y el nazismo que pronto serán vistos como tabla de salvación de las burguesías italiana y alemana y no dejaron de tener simpatías entre otras élites europeas. Lo que era intolerable para los imperios europeos era la obsesión expansionista, de manera particular, del nazismo.
Los frentes populares, la segunda guerra mundial y, en particular, la invasión nazi a la URSS diluyeron la diada derecha izquierda. El fin de la conflagración y la Guerra Fría dejó paso a la convivencia de dos dicotomías ideológicas democracia-totalitarismo y derecha-izquierda. La derecha se vistió de demócrata y el comunismo, desde la perspectiva de las élites, se convirtió en sinónimo de la barbarie. Así es como fue definida la guerra de Corea como la lucha de la civilización contra la barbarie. La lucha emancipadora en África y Asia para romper el dominio de los imperios coloniales europeos se ubicó en la izquierda y las posturas colonialistas en la derecha.
La caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética y del bloque socialista reconfiguró las concepciones de la derecha y la izquierda, dejando de lado los aspectos sociales y convirtiendo en protagonistas esenciales de la definición los aspectos políticos. La democracia liberal pluralista pasó a ser el eje de la visión progresista.
Históricamente para las élites el pensamiento ha sido un instrumento de liberación, pero lo paradójico es que llega un momento en que las ideologías forjadas por ella les estorban; están obligadas a darles a sus ideas un carácter universal y definirlas como razonables y universalmente válidas. En el momento de su ascenso estas élites lucharon contra privilegios ajenos, pero hoy defienden sus propios privilegios en contra del resto de la sociedad e insisten tenazmente en convencer a los otros y en convencerse de que la defensa de sus intereses particulares tiene fines universales.
Es así como la liberalización de los mercados en un mundo dominado por las grandes corporaciones internacionales se convierte, como consecuencia de las grandes campañas publicitarias, en el mundo ideal; el cual trae beneficio para una minoría de la población. Es así como la derecha se convierte en la defensora de los valores democráticos que corren un telón para ocultar un proceso globalizador que rebasa el ámbito económico, invadiendo ámbitos culturales y sociales.
En Europa los partidos socialdemócratas se convirtieron en administradores de los cambios económicos impulsados por los intereses financieros internacionales, en silenció, paulatinamente iniciaron el desmantelamiento del Estado de bienestar construido, como baluarte, después de la segunda guerra mundial para defenderse de la demoniaca alternativa comunista.
A lo largo de dos décadas (1980-2000) el neoliberalismo globalizado brilló por sus fueros y envío a la pobreza a millones de personas en el mundo, incluyendo a los países de economías avanzadas. Las élites políticas y económicas no voltearon la mirada hacia la sociedad y no vieron el proceso de pauperización, lo que fue creando desilusión y descontento contra el modelo económico.
El primer llamado de atención por el ascenso de la ultraderecha fue el arribo de Trump al poder (2017) el segundo fue el crecimiento de Frente Nacional en Francia (2001), que estuvo a punto de vencer a la derecha tradicional. En América Latina fue Jair Bolsonaro en Brasil (2019). La irritación social en contra de las élites políticas de derecha o de izquierda, impulsó a los votantes por algo nuevo reducido a un programa sustentado en unos pocos slogans rancios.
Las ultraderechas en el mundo tienen similitudes y diferencias, pero no existen dos casos iguales. En los países de economías desarrolladas Europa y Estados Unidos comparten una visión nacionalista y antiinmigrante cargada de racismo. En Europa ese racismo tiene raíces profundas en el pasado colonial de Portugal, España, Francia, Inglaterra, Italia, Alemania, Bélgica y los Países Bajos; en Estados Unidos la discriminación de los afrodescendientes y de los mexicanos es añeja. Además, el discurso político derechista es rupturista, cuestionador de las clases políticas tradicionales, al grado que aparenta ser antisistémico. Los votantes desilusionados con las clases políticas tradicionales ven una opción novedosa en las emergentes ultraderechas que prometen soluciones casi mágicas. Aunque en la realidad van a gobernar como la derecha tradicional, cuidando los intereses de las élites económicas. El caso de Giorgia Meloni es ilustrativo, su nacionalismo ha sido frenado por la dependencia de Italia de la Unión Europea.
Ante el desencanto del electorado no es de sorprenderse el triunfo en Argentina de Javier Milei. Está cosechando su triunfo del desastre económico dejado por la derecha tradicional (Macri) y la derecha que se da baños de pureza en el recuerdo de un pasado populista (el peronismo) del que ya sólo queda la nostalgia.
El triunfo de la ultraderecha en las elecciones de los países bajos esta semana augura que se le abre una ventana de oportunidad para conseguir más triunfos sustentados en un discurso político que evoluciona involucionando, pues se nutre de elementos del pasado liberal anacrónicos. La duda es el tiempo que durará la ola ultraderechista.