Skip to main content

Por Gilberto Salazar

Continuando con el debate en torno a la polémica reforma al Poder Judicial de la Federación (y de los locales), que plantea esencialmente la designación de jueces mediante voto popular, considero pertinente realizar algunas reflexiones sobre el ejercicio de la judicatura.

El quehacer jurisdiccional supone básicamente dos dificultades esenciales: una de acceso y otra de ejercicio.

La primera está determinada por las condiciones establecidas en la Constitución y la ley para que los profesionales del derecho interesados en ejercer la noble, e ingrata función de juez, accedan a su ejercicio; las cuales, permiten, pero dificultan a unos su acceso; y a otros, francamente les obsequia esa posibilidad.

La dificultad de ejercicio, corresponde a los retos que plantea día a día juzgar los hechos que son sometidos a su jurisdicción, así como decidir a quién asiste el derecho (¿la razón?) en cada caso; y que por lógica, al tratarse de la solución de una controversia, dejara insatisfecha a una de las partes en pleito, y conforme a quien obtiene sentencia favorable.

En todo caso, el vencido cuenta con los medios de impugnación, justo para que un tribunal superior, revise la regularidad de lo que decidió el juez de primera instancia; y en su caso, confirmar, modificar o revocar la sentencia.

¿Qué se requiere para ser juez?

En la primera dimensión problemática, se requiere cumplir con los requisitos establecidos en la Constitución y la Ley, y otra cosita.

En la segunda dimensión, se requiere una sólida formación profesional, actualización constante, experiencia en el ejercicio de la función, y quizá más importante: experiencia de vida.

Así, es claro que cualquier persona puede ser juez; pero no cualquiera puede ser un buen juez. Pero eso es cuento aparte.

En efecto, es muy difícil ser juez, pues aunque formalmente, cualquier persona que cumpla con los requisitos de ley, potencialmente puede ser nombrado como tal, la realidad es que la designación de jueces está sujeta a una serie de condiciones materiales, que suponen una barrera insuperable para la gran mayoría; una escalera medianamente segura para algunos, y un pase exprés para solo unos cuantos.

Así es, previo a la reforma constitucional del 15 de septiembre pasado, para ser juez constitucional, de esos que despachan en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se requería además de contar con una calidad personal específica[1], estar en la lista VIP (terna) que el titular del Poder Ejecutivo, enviaba al Senado de la Republica para que, de entre esas tres personas propuestas, éste lo designara por votación calificada[2].

Entonces, el requisito que en realidad contaba para ser designado como ministro de la Corte, era gozar de todo el afecto y consideración del titular del Poder Ejecutivo, y de esa manera, ser favorecido con la propuesta para ser designado.

Así es, pues el propio artículo 95 de la Constitución, antes de la reforma señalaba que, los nombramientos de ministros, deberían recaer, preferentemente, en “aquellas personas que hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia”; por tanto, no era obligado contar con experiencia en el ejercicio de la función jurisdiccional, sino que lo relevante era contar con el favor del presidente en turno.

Así, en el pasado, se lograron colar personajes ajenos al ejercicio de la función jurisdiccional y no obstante ello, fueron favorecidos con la designación como ministros de la Suprema Corte, tales como: Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, José Ramón Cossío Díaz, Olga María del Carmen Sánchez Cordero Dávila, José Fernando Franco González Salas, Arturo Saldívar Lelo de Larrea y Eduardo Tomás Medina-Mora Icaza.

Más recientemente, y de manera inédita por la forma en que se produjo su designación, se integró al máximo tribunal del país, la ministra Lenia Batres Guadarrama.

Después de la reforma, la situación no es muy diferente, pues conforme al artículo 96 de la Constitución Federal reformado, los ministros de la Corte serán electos por voto popular, de entre las personas que sean propuestas en las nuevas listas VIP, que al efecto integren los poderes de la Unión (Ejecutivo, Legislativo y Judicial).

La diferencia, antes los favorecidos eran electos por el voto de los integrantes del Senado de la Republica, ahora, serán electos por la ciudadanía, no obstante, la propuesta sigue dependiendo de una persona, o de un grupo cerrado de personas.

De tal manera, la elección de ministros, magistrados y jueces no será una elección directa; sino que se trata más bien un ejercicio plebiscitario, en el que se convocará a la ciudadanía a ratificar una decisión previamente tomada por quienes habrán de integrar las listas de candidaturas.

Así que, para estar en la lista del Poder Ejecutivo será menester estar en el buen ánimo de la presidencia de la República; para aparecer en la del legislativo, se debe contar con el apoyo de la coalición dominante; y pues lo mismo para la del Poder Judicial de la Federación. ¡La misma gata, pero revolcada!

La moraleja del asunto es que a la democracia mexicana le queda largo trecho por recorres antes de llegar a consolidarse algún día; pues como fue, y sigue siendo, la coalición dominante en el gobierno y en las cámaras del Congreso de la Unión, tiene la atribución para modificar las reglas del juego y ajustar el diseño institucional conforme a su propio proyecto de nación, aunque eso signifique, como ha sido y no debiera de ser, lesionar el derecho de las minorías.

Así que la cuestión es dejar de cuestionar el ¿cómo?, y empezar a preguntarnos y reflexionar sobre el ¿quiénes?, pues ya vimos que el arreglo institucional posibilita que “cualquiera”, pero no cualquier cualquiera, pueda ser designado ministro de la Corte.

La verdadera cuestión es: ¿Cómo asegurar con el mayor grado de predictibilidad que quienes sean designados como jueces, sean buenos jueces?

______________________________________________________________________________

[1] Conforme al artículo 95 de la Constitución Federal, previo a la reforma  se requería: ser ciudadano mexicano por nacimiento; tener al menos 35 años de edad; contar con título profesional de licenciado en derecho con una antigüedad mínima de 10 años; gozar de buena reputación y no haber sido condenado por delito cometido con dolo; haber residido en el País durante os dos años anteriores a la designación y no haber sido Secretario de Despacho en el gobierno federal en los dos años anteriores a la designación.

[2] Artículo 96 de la Constitución Federal, vigente hasta el 14 de septiembre de 2024.

Gilberto Salazar

Doctor en Derecho, Licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas. Amante de la música, la fotografía y los autos viejos. Padre y amigo.