Por Gilberto Salazar
Uno de los riesgos que se advierten como consecuencia de la reforma al Poder Judicial de la Federación (y de los de las entidades federativas) es precisamente el de la mediatización de la función jurisdiccional.
Problema que surge por la forma en que a partir del 1 de junio del año que viene, se elegirá a ministros de la Corte, magistrados y jueces federales; así como sus equivalentes en los estados de la Unión.
Para abordar el problema, es necesario revisar cómo han ¿evolucionado? las candidaturas en México. En particular, es oportuno, describir los factores que permitieron la primera transición democrática del año 2000.
Entonces, concurrieron muchos factores, como el fortalecimiento de los partidos políticos de oposición; así como la consolidación de instituciones electorales independientes al gobierno, dedicadas a organizar, realizar y calificar las elecciones.
Todo ello como consecuencia de reglas de competencia política que permitieron el tránsito de un régimen de partido hegemónico hacia el sistema pluripartidista que se articuló entre 1996 y 2018.
En adición, el factor determinante que hizo posible la transición democrática del año 2000, fue la irrupción de un personaje que rompió el molde de lo que hasta entonces se consideraba debía ser un candidato a la presidencia de la República.
La candidatura de Vicente Fox resultó un fenómeno mediático nunca antes visto, y significó un cambio de paradigma, para bien o para mal, en la subsecuente oferta de candidaturas.
La elección del 2000 marcó el inicio del debilitamiento de la Opinión Pública, pues el elector dejó de fijarse en atributos objetivos, como la trayectoria, trabajo político, experiencia, formación profesional, o consistencia ideológica; y se dejó seducir por el carisma de una nueva clase de políticos de ocasión, caracterizados por la exacerbación de atributos que los hacen conectar con la gente a un nivel más elemental: emocional.
Entonces, muchas personas decidieron su voto, sí por un cambio; pero cuando se les cuestionaba la razón de su decisión, muchos expresaban que votarían por Fox, por gritón, bigotón, botudo, dicharachero o irreverente. De su trayectoria, experiencia o proyecto de gobierno, pocos hablaban.
El de Fox, no fue un caso aislado, pues en esa época se atestiguó en otras latitudes, el asalto de una nueva clase política basada en el carisma y la imagen, construida de manera artificial por expertos en la mercadotecnia política.
Algunos vivillos, observando la tendencia mundial, desde entonces comenzaron a crearse un personaje capaz de emocionar a las masas, e iniciaron la ruta en busca de hacerse del poder político de sus municipios, estados o países.
A pesar de su probada popularidad, la gestión del carismático presidente Fox resultó una decepción, pues nunca entendió, o no quiso entender, que al asumir el cargo, terminaba la campaña y era momento de dejar atrás las ocurrencias y ocuparse de la labor de gobierno.
Se puede decir que no hay nada de malo en que los partidos políticos impulsen candidaturas de cartón, pues como se suele decir en tiempos de guerra, el fin justifica los medios, de tal manera que, ¿qué importa postular a una persona sin experiencia, con cuestionable solvencia moral o de plano a un probado ignorante? si esa persona asegura obtener el mayor número de votos ¿Se acuerdan de Juanito de Iztapalapa?
Pues bien, en tratándose de elecciones, los mexicanos somos expertos en ilusionarnos y decepcionarnos; pues según sea el caso, cada tres, cuatro o seis años, ponemos la mirada en quien calculamos, por fin puede sacar al buey de la barranca. ¡El caso es que el buey sigue ahí!, y no solo sigue ahí, ahora tiene una amplia descendencia, que cada vez, será más difícil de extraer.
Si eso ocurre en las elecciones de autoridades, en las que, con honrosas y notables excepciones, se suelen postular a caciques locales, o bien a personajes con escasa o nula experiencia en el quehacer público. ¿Por qué razón habría de ser diferente en el caso de la elección de personas juzgadoras?
Entonces, estamos ante el riesgo de que se postulen como candidatos a jueces, perfiles con los mismos vicios que quienes son impulsados por todos los partidos políticos a cargo de elección popular.
Cierto, los partidos políticos no participaran en la elección de personas juzgadoras. ¿En serio?, pero, al margen de que metan o no su cuchara, una elección por voto popular se basa en las mismas condiciones materiales: Para ganar el favor del electorado se requiere una figura que le resulte atractiva.
Lo anterior, incumbe al riesgo de mediatización de la justicia, relativa al acceso en el ejercicio del cargo; y se relaciona con la calidad de las candidaturas que sean puestas consideración del electorado.
Sin embargo, otro riesgo a considerar, deriva del ejercicio de la función jurisdiccional de quienes accedan al cargo, y su permanencia dependa del voto popular.
En efecto, si como hemos visto, las elecciones actualmente no son más que meros concursos de popularidad, ¿qué garantía tenemos de que un juez popular decida los asuntos de su competencia conforme a las constancias que obren en el expediente, y en una recta valoración de los hechos y las pruebas, y no para ajustarse al sentir del pueblo?
¿Qué pasará cuando algún influencer tenga interés en un proceso judicial, y se dedique a movilizar a la opinión pública para obligar al juez de la causa a resolver en un sentido determinado?
¿Qué, cuando el Ejecutivo o Legislativo amenace abierta o veladamente con solicitar la destitución de quien juzga, si se atreve a resolver en contra la voluntad del pueblo?
Hoy, la elección de personas juzgadoras es ley, sin embargo, como sociedad debemos reflexionar sobre las cuestiones que he planteado con anterioridad, a efecto de vigilar el proceso de selección de las personas que eventualmente sean postuladas para actuar como ministros, magistrados y jueces.
Los Comités de Selección de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, tienen pues, la responsabilidad de procurar que, en las boletas electorales, se incluya sólo los mejores perfiles, que aseguren en la mayor medida posible, el recto ejercicio de la función; y que no se dejen llevar por el canto de las sirenas; y más aún, que no sucumban ante la presión mediática o política.