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Por Danner González

@dannerglez

Por más que Javier Cercas insista a lo largo de El loco de Dios en el fin del mundo (Random House, 2025) en declararse ateo y anticlerical, el libro desborda un anhelo religioso. No es el libro de un no creyente, sino el de alguien que, aún negando la fe, escribe como quien espera que algo o alguien superior lo escuche. Es un hijo, más que el escritor, quien se arrodilla en estas páginas frente a la inminencia de la muerte de su madre, buscando en el rostro del Papa Francisco una respuesta que, dice, no necesita para él, sino para ella.

Y así es que Cercas va a Mongolia para entrevistarse con el Papa durante uno de sus viajes apostólicos más remotos y más llenos de simbolismo. Para no sentir que cumple con un encargo, pretexta una sola pregunta, sobre la resurrección de la carne y la vida eterna. Lo que se revela entre líneas —y especialmente en el estremecedor final del libro— es que lo que verdaderamente lo ha empujado hasta los confines de la tierra no es el deseo de comprender la promesa del Reino, sino la urgencia de encontrar una forma de despedirse de su madre, de reconciliarse con su propia desolación.

El Cercas de este libro no es el ensayista contundente de Anatomía de un instante, ni el narrador eléctrico de Soldados de Salamina, ni el fabulador deslumbrante de El impostor. Es un Cercas dubitativo, errático, que arrastra la prosa como quien carga una cruz. Se repite, se pierde en digresiones, parece no saber a dónde va. No es un libro perfecto. Muchas páginas sobran. La estructura vacila. Pero esas imperfecciones hacen que el lector valore más ese final íntimo de un hombre intentando despedirse de su madre. En medio de sus vacilaciones, emerge una trepidación humana que solo se entiende al reconocer el sentido último de este libro.

Advierto que no ha sido mi mejor momento para leerlo. Acabo de concluir la lectura portentosa de El Reino de Emmanuel Carrère y El libro de todos los libros de Roberto Calasso. Me falta cierta densidad teológica. Frente a la exuberancia de Carrère y la erudición de Calasso, Cercas parece moverse con torpeza entre ideas que lo sobrepasan. Vuelve una y otra vez al tema de la resurrección de la carne y la vida eterna, pero no alcanza a desplegarlo. No es capaz de ir más allá o tal vez no le interesa. Su obra sostiene desde hace mucho tiempo que la pregunta importa más que la respuesta.

Mejor que eso es su retrato de Francisco, a través de sus gestos, sus discursos y sus soldados.  Las palabras de Bergoglio actúan como un contrapeso a las dudas del narrador. Francisco no pretende saber dónde está Dios. Lo busca. Su espiritualidad es la de San Ignacio, la del discernimiento constante entre el espíritu bueno y el  espíritu maligno. “Escucha, escucha, escucha”, lo resume Spadaro, uno de sus cercanos. Esa apertura radical a lo divino contrapone la rigidez del dogma o la soberbia de quien cree tener a Dios en casa. Francisco no habla desde la autoritas de una certeza, sino desde la humildad del que escudriña, del que practica la cardiognosis: esa facultad de leer el corazón del otro.

Hay una imagen poderosa que atraviesa el libro: la misericordia como la confluencia entre el corazón y la miseria del otro. Solo hay misericordia cuando la miseria del otro entra en mi corazón, explica Francisco. Esta definición encierra no solo una teología del sufrimiento compartido, sino también una clave para entender el gesto de Cercas. Él, que no cree, ha permitido que la miseria de su madre entre en su corazón. Desde allí ha escrito este libro. No es un texto de fe, pero sí un texto profundamente misericordioso.

El desenlace conmueve por sobrio. Elidiré los detalles para el lector o lectora interesados. Baste decir que el hijo que fue al fin del mundo a buscar una respuesta, vuelve con la palabra en la mano, pero sin un oído que la reciba. Es la escena de La Odisea, tan cara a Javier: Ulises vuelve a Ítaca solo para ser un extraño en su propio palacio. Todo a su alrededor ha cambiado Quizá la pregunta más importante del libro es la que el autor no hace: ¿Podrá el amor, aún sin fe, sostenernos en la oscuridad?

Finalmente, Cercas acierta en una observación que va más allá de su drama personal: el futuro de la Iglesia, si lo tiene, no está en la burocracia clerical ni en la rigidez doctrinal, sino en los misioneros. El cónclave que suceda a Francisco debería elegir a un misionero, dice. Tiene razón y sin saberlo, atinará. Tras la muerte de Bergoglio se elige a un misionero norteamericano que ha pasado media vida en el Perú: Robert Prevost. Es allí, en el gesto de salir al encuentro del otro, donde la Iglesia se juega su sentido. Como Cercas mismo ha hecho: salir de su Ítaca, ir hasta Mongolia, para volver con un dolor a cuestas, una palabra, y un silencio.

 

Danner González

Especialista en comunicación y marketing político. Ha realizado estudios de Derecho en la Universidad Veracruzana; de Literatura en la UNAM; de Historia Económica de México con el Banco de México y el ITAM, y de Estrategia y Comunicación Político-Electoral con la Universidad de Georgetown, The Government Affairs Institute. Máster en Comunicación y Marketing Político con la Universidad de Alcalá y el Centro de Estudios en Comunicación Política de Madrid, España, además del Diplomado en Seguridad y Defensa Nacional con el Colegio de Defensa de la SEDENA y el Senado de la República. Ha sido Diputado Federal a la LXII Legislatura del Congreso de la Unión, Vicecoordinador de su Grupo Parlamentario y Consejero del Poder Legislativo ante el Consejo General del Instituto Nacional Electoral. Entre 2009 y 2010 fue becario de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores en Córdoba, España. Sus ensayos, artículos y relatos, han sido publicados en revistas y periódicos nacionales e internacionales. Es Presidente fundador de Tempo, Política Constante.