Por Danner González
@dannerglez
Sergio Pitol fue mi amigo. Estuvo allí a través de sus libros, como en un matrimonio mal avenido, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. Leí Domar a la divina garza en momentos de felicidad gozosa y El arte de la fuga me aferró a la vida en la cama de un hospital. Me hubiera gustado también que fuera mi maestro, pero como en el caso de la mayoría de los xalapeños, nuestra relación fue meramente circunstancial. Nos vimos en algunos encuentros literarios o algunas tardes en la fugacidad de un paseo neblinoso, él con Sacho primero, y luego solo. Pitol era parte de nuestro paisaje.
Llegué a sus libros en mis años universitarios. Para entonces seguía siendo un desconocido para los lectores mexicanos mientras se movía con soltura en los círculos de los grandes escritores europeos: Claudio Magris, Vila-Matas, Carlo Emilio Gadda. Quizá incluso Xalapa, la culta Xalapa, solo comenzó a reverenciarlo cuando ganó el Cervantes de Literatura en 2005. Con todo, no recuerdo un solo homenaje local a la altura de su genio. Esta ciudad devora a sus hijos, como Saturno, me digo mientras pienso en las vejaciones al maestro, quien acabó bajo la tutela del DIF veracruzano durante la ignominiosa administración de Javier Duarte, sin que nadie haya logrado hacer aún el inventario de las expoliaciones a su casa, aprovechando su enfermedad y su soledad. La literatura de Pitol lleva en su sino la dialéctica de la enfermedad, desde sus años de niño postrado en cama, mientras su abuela le lee a los grandes autores en Potrero, muy cerca de Córdoba la de los treinta caballeros.
Sergio Pitol leía en siete idiomas y traducía espléndidamente. Allí está como joya de la traducción Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, a quien nadie conocía en lengua española, entre muchos otros autores eslavos cuyas traducciones son casi una estética de Pitol por sí solas. Carlos Monsiváis contó en alguna ocasión, que debiendo entrevistarse con un autor inglés, Sergio le pidió que lo acompañara para traducir, porque a él, que había traducido a Conrad y a Henry James, le costaba mucho hablar los mismos idiomas que traducía. Por eso para un hombre que leyó y escribió desde el frenesí de la enfermedad, que tradujo con notable maestría a ingleses e italianos, polacos o franceses, perder la memoria, la escritura y el habla, ser víctima de una ingrata afasia debe ser casi una putada de los dioses. Pienso en Borges, logrando su sueño de ser director de la Biblioteca Nacional Argentina inmediatamente después de ser fustigado por la ceguera. Lo dice así en el Poema de los Dones: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche.”
Vi a Pitol por última vez el 4 de agosto de 2016 en la Librería Hyperión de Xalapa. Desde la puerta un asistente lo vigilaba. Lo saludé y me sonrió como si me reconociera. Le pedí que nos hiciéramos una foto, como no se lo he pedido mas que a los escritores que de verdad han significado algo en mi vida, y se cuentan con los dedos de una mano. Parecía entusiasmado, pero ya no alcanzaba a articular palabras, movía sus manos y apenas balbuceaba, y yo hubiera querido entenderle casi tanto como cuando mi hija menor intenta dialogar conmigo, sin lograr hacerse entender. Pienso ahora al recordar la escena, la memorable introducción de Eduardo Galeano al disco Multiviral de Calle 13: “Entre dos aleteos transcurre el viaje”. Me sigue llamando poderosamente la atención que a pesar de su enfermedad avanzada nunca dejó de querer leer, o si no, ¿qué carajos hacía en mitad de una librería tan exquisita? Me sorprendió también la sonrisa y la familiaridad con la que me saludó esa tarde. Todos los que pudieron verlo en sus últimos meses aseguran que nunca dejó de sonreír. Yo creo que Sergio nunca dejó de ser ese niño que en Potrero, Veracruz, firmaba como Sergio Pitol, niño ruso.
Luego vinieron los dimes y diretes entre la familia y la Universidad Veracruzana. Ninguna de estas posiciones estuvo a la altura del único catedrático de nuestra Casa de Estudios que ostenta un Premio Cervantes de Literatura. Quizá por esa pena, que yo sentí como aflicción propia, dejé de leer noticias sobre Sergio. Al final de sus días parecía como si todos quisieran colgarse de la tragedia, aunque ni siquiera lo hubiesen leído, aunque nunca hubiesen estado en su vida de escribidor solitario y errante. Quizá por eso también no ha sido sino hasta ahora, mientras me tomo un mezcal a su mala salud de hierro (Sabina dixit), que he decidido sentarme a escribir esta despedida y a llorar por él, como solo puede uno llorar por los amigos, por quienes como Sergio Pitol, supieron hacer de la amistad una comunión y un rito.
Buen viento y buena mar, Sergio. Sonríe siempre, niño ruso.