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Carmela y Sal

 

Golondrina Viajera

@nuezgolondrina

 

¿Cómo están mis queridos gourmands? Al fin volvemos a leernos. Verán ustedes, les contaría varias excusas de por qué me ausenté de este espacio que ustedes y yo compartimos, pero mejor hablemos de lo que más nos gusta: el buen comer y el buen beber.

 

Quiero narrarles mi experiencia en Carmela y Sal, un restaurante ubicado en Pedregal 24, allá por el rumbo de Lomas-Virreyes. Se preguntarán qué andaba haciendo yo por allá, cuando detesto con todo mi ser a las señoras de las Lomas, y de las de Santa Fe ni hablamos. Hueva mil. Pues resulta, que una amiga me invitó a una subasta en Morton y les juro que me resistí tanto como pude, pues ustedes saben que esos ambientes snobs, pretenciosos, no son para mí, pero acepté cuando mi amiga me dijo: –Anda, sirve que encuentras materia para tu siguiente columna, nos tienes muy olvidados a tus cinco lectores. Podrás ver allí todo tipo de fauna urbana, desde las regias wannabes que vienen a comprar cuadros de sopa Campbell de Andy Warhol aunque no estén ni firmados, hasta narquillos que gastan el oro y el moro en cuadros feísimos, para sus mansiones con mobiliario igualmente estrafalario. Y luego está una de las martilleras, que al vender tiene menos gracia que la Estela de Luz de Calderón. No, bueno, te vas a reír de lo lindo. Es más, si me acompañas, te invito a cenar a Carmela y Sal.

 

Si ya me tenía intrigada con aquello de ir a analizar a los marchantes del arte y sus achichincles, con esto último me convenció, pues hacía tiempo que quería visitar este restaurante de Gabriela Ruiz, una chef tabasqueña que saltó a la fama hace no mucho, ganándose a pulso el reconocimiento, con su cocina de honda tradición mexicana, con tesón y mucho arte.

 

Otro día les cuento cómo nos fue en la subasta, porque ahora quiero enfocarme en este lugar delicioso, que como pocos restaurantes de su categoría, es un lugar con alma, con mucha alma mexicana, y para más señas, sureña.  Apenas llegamos y ya estábamos pidiendo un mezcal Cenizo, que responde al nombre de Amores Logia. Este destilado tiene al mismo tiempo chispa y misericordia, cuerpo y profundidad propicios para arrancar la noche.

 

Admiré el buen gusto del lugar, la elegancia de las mesas y los platos, la sobriedad de la carta, la poesía contenida y hasta la música de nuestros folkloristas, que me hizo remontarme a mi infancia en el pueblo sureño de mis abuelos, cada que llegaba el tiempo de las vacaciones. El preludio fueron unas Tostadas de mentiras, “son de coco pero te haremos creer otra cosa”, dice el menú, y en efecto, son una delicia que le hace a una imaginar que está probando un carpaccio, callo de hacha o alguna delicia marina. Probamos también un tiradito de pulpo y camarón, con emulsión de pimientos y aceite de oliva, y un Tierra Luna, que son paquetitos de plátano macho rellenos de frijoles, salsa de tomate, crema de rancho y chicharrón.

 

Yo para ese momento estaba al borde del éxtasis, pues como buena veracruzana que se siente orgullosa de sus raíces, recordé los platanitos rellenos que me hacía mi abuela en el Sotavento, tierra pródiga en comida, que amén del calor, hace que la vida fluya lenta, desasosegada. ¿Qué le preocupa a la gente que estira la mano de su hamaca y tiene mangos, plátanos, cocos, papayas? Mi amiga se rió cuando le dije: Esto es lo que comemos nosotros los pobres. Creo que no comprendió a qué me refería, pero en los altavoces del lugar Natalia Lafourcade cantaba: “En el campo enterrar mis piernas / en la arena solo bailar / en un barco entregar mis sueños / y mi casa pa huevonear.”

 

No hay un día que pase que no te piense, continuaba cantando Natalia. Algo así le pasó a Gabriela Ruiz, la autora de todo lo que estábamos comiendo, quien en el gastroexilio de la Ciudad de México, extrañó la comida tabasqueña de su madre y le pidió la receta de platillos que le cocinaba en su infancia hasta el hartazgo, y que luego reinterpretó en Carmela y Sal.

 

Llegó otra ronda de mezcales y un exquisito lechón de navidad, además de una lengua de res, con una reducción de puchero, ¡uff, de otro planeta!, plátano macho y raíz de malanga.

 

En el ambiente sonaban unos versos de Los Cojolites: “Mi mamá me dijo que sembrara flores, que saliera al campo a buscar amores”, así que tras pedir una Delicia de Mango, que es un manjar de coco, tapioca infusionada con vainilla, bourbon y menta, pedimos la cuenta, yo me puse a zapatear un poquito al ritmo de aquel requinto sureño, mientras nos disponíamos a hacerle caso a la canción y salíamos al campo de asfalto.

 

Háganse un favor, vayan a Carmela y Sal, no se van a arrepentir. Y háganse otro más grande: Salgan al campo a buscar amores, repartan flores, y sean muy, pero muy felices. Nos leemos en la próxima.

Golondrina Viajera

Mexicana. Foodie. Bon vivant. Always on the road…