Por Santiago López Acosta
El sábado pasado, 5 de febrero, se conmemoró el 105 aniversario de la expedición de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM), promulgada esa fecha de 1917 en el viejo Teatro Iturbide, denominado después de la República de la capital queretana, y en vigor a partir de mayo del mismo año.
Se ha dicho mucho de la misma, que fue la primera en el mundo con un claro contenido social, con las reivindicaciones agrarias y laborales de la Revolución, en los artículos 27 y 123, respectivamente, y que se estableció claramente, sin decirlo, el componente presidencialista al sistema político y de gobierno, a diferencia de su antecesora, la de 1857, que tenía una integración parlamentaria, al darle amplias facultades al Poder Legislativo, aunque en los hechos anulados, como muchas otras partes, por el régimen dictatorial de Porfirio Díaz que duró más de 30 años.
Formalmente se aprobó como una serie de reformas a la Constitución de 1857, pero política, jurídica y materialmente se consideró y considera como una nueva Constitución, desde entonces.
Es un cuerpo normativo integrado por 136 artículos, de los cuales, la mayoría de ellos han sido reformados, pues solo 22 no han tenido cambios. Desde el viejo régimen, cuando se consolidaron las dos piezas centrales del mismo, el presidencialismo fuerte, que devino en autoritario y el sistema de partido hegemónico, a través del (PNR), Partido Nacional Revolucionario; (PRM), Partido de la Revolución Mexicana y (PRI), Partido Revolucionario Institucional, que lo fue hasta 1988, se decía, como lo describió Daniel Cosío Villegas en uno de sus clásicos, “el estilo personal de gobernar”; realizar reformas a la CPEUM era uno de los mecanismos por las que el presidente en turno marcaba el rumbo y los derroteros a seguir durante su régimen.
Para hacerlo solo bastaba la voluntad presidencial, ya que el viejo partido hegemónico controlaba todos los espacios de poder, nacional, estatales y municipales, poder ende el Poder Constituyente o reformador de la CPEUM.
Durante la transición y el arribo a la democracia, con mayor competencia electoral y pluralidad política, repartiéndose todos los espacios de poder entre diferentes fuerzas políticas, viejas, nuevas y emergentes, no fue obstáculo para que se siguieran realizando cambios a nuestra Carta Magna, pero ahora producto de las negociaciones, acuerdos y no pocos consensos en los novedosos escenarios.
Después de más 700 reformas a 114 de los 136 artículos, que han cambiado el rostro y contenido del documento aprobado en 1917 en varias ocasiones, marcando las orientaciones políticas, económicas, sociales y hasta culturales de distintos gobiernos.
Aunque el presidente López Obrador ha dicho que al inicio de su gobierno pensó presentar una propuesta de nueva Constitución, finalmente no lo hizo, pero ha promovido hasta el momento 44 reformas a la CPEUM y se encuentran en proceso la iniciativa en materia eléctrica y las anunciadas sobre la incorporación de la Guardia Nacional a la Secretaria de la Defensa Nacional y la relativa al ámbito electoral.
El número de reformas puede ser un dato y referente de Constituciones de las democracias contemporáneas en el mundo, como se ha dicho de la norteamericana, con más 200 años de vigencia y solo un poco más de una veintena de enmiendas, o la española de 1978, con solo 3 de ellas. Sin embargo, el análisis y eventual comparativo se tendría que hacer de una manera más amplia y completa, sobre todo considerando el contexto histórico, social, cultural, económico y demás aspectos relevantes para entender una realidad nacional concreta.
En ese sentido es como, en mi opinión, se debe ver nuestro marco constitucional, si es el adecuado para satisfacer las necesidades y aspiraciones de nuestra sociedad, si estamos convencidos de que responde a las mismas o no, y en su caso, promover los ajustes que se requieran, si fuere el caso, privilegiando siempre las demandas de la colectividad, preferentemente al margen de los intereses de los grupos políticos y de las lites de cualquier índole.
Nunca debemos perder de vista que la mejor Constitución posible, aun y cuando pueda tener defectos, es aquella que se respeta y se cumple, y los primeros para hacerlo son todos los servidores públicos, que además están obligados, por mandato constitucional a realizar el juramento y protesta de cumplirla y hacerla cumplir. En esa encomienda es relevante la función de los poderes judiciales, especialmente la Suprema Corte, los Tribunales Colegiados y los Juzgados de Distrito de la Federación.
Como diría el clásico “El ejemplo cunde” y si no esto no ocurre con los principales responsables, qué podemos esperar de los demás integrantes de la sociedad. Sin embargo, nos queda exigir, demandar y actuar, con los instrumentos que nos otorga la propia Constitución, el cumplimiento y acatamiento de ésta.
La Constitución democrática que tenemos ha generado una sociedad cada más responsable y participativa, y hacerla vigente y respetada es una labor tan importante y trascendente que no podemos dejárselo solo a los gobernantes. Es el mejor homenaje que le podemos hacer, como un documento vivo y presente en nuestras vidas, como realmente lo es.