Quince días en las soledades americanas
Por Danner González
@dannerglez
“–Qué país del demonio es este –dije–,
en el que usan osos como perros guardianes.”
–Alexis de Tocqueville
Hay dos viajeros europeos que me producen admiración por la profundidad de sus observaciones: el Barón alemán Alexander Von Humboldt y su casi tocayo francés, Alexis Henri Charles de Clérel, vizconde de Tocqueville. La erudición de ambos es prodigiosa para su edad y para su tiempo, sin hablar de que por su condición de clase, ambos serían catalogados hoy como los más fifís entre fifís. Mientras que la sabiduría de Humboldt explora diversas disciplinas, como la geografía, las ciencias naturales y el humanismo, Tocqueville enfoca su pensamiento en la ciencia política, la sociología y el derecho.
El lector interesado en cuestiones políticas habrá leído seguramente de Tocqueville, La democracia en América, texto esencial para entender el naciente sistema político estadounidense del siglo XIX. Hoy, sin embargo, quiero referirme a Quinze jours dans le désert, traducido muy poéticamente y con bastante sentido histórico al español por Mariano López Carrillo, como Quince días en las soledades americanas.
Alexis de Tocqueville tiene 26 años cuando en 1831 se embarca hacia Estados Unidos con su amigo Gustave de Beaumont, con la intención de estudiar el sistema penitenciario norteamericano. El contexto histórico le es adverso. Carlos X ha abdicado y Luis Felipe I, “el rey burgués” impone un nuevo orden que asesta una fuerte derrota a la aristocracia de la que Tocqueville forma parte. Lejos de nublar su visión, el cambio de timón en Francia hace de Tocqueville un agudo observador sobre la vida pública de Europa y de América.
Estados Unidos es para entonces, unas cuantas grandes ciudades y amplias arideces. Con todo, a Tocqueville le resulta difícil encontrar “las soledades más salvajes” en donde las tribus indias se han recluido. “Hoy en día resulta mucho más difícil encontrar el desierto de lo que uno podría esperar”, escribe al inicio de este vibrante cuaderno de viajes, que se lee de un tirón, no sin maravillarnos de cuán preciso es su análisis del espíritu de los colonizadores.
Transcribo algunas de sus observaciones: “De año en año las soledades se transforman en pueblos y los pueblos en ciudades. Testigo cotidiano de semejantes maravillas, el americano no ve en todo ello nada de extraordinario. Considera esta increíble destrucción y este crecimiento más impresionante si cabe como parte del curso natural de las cosas y a ello se acostumbra como si del orden inmutable de la naturaleza se tratara. […] “En medio de esta sociedad tan prudente, tan mojigata, tan pedante en lo tocante a la moralidad y a la virtud, uno descubre una sensibilidad completa, una suerte de egoísmo frío e implacable cuando se trata de los indígenas americanos”. […] “Que uno le conceda valor a los grandes árboles y a las soledades es algo que no le cabe en la cabeza” (al hombre americano).
Documento puntual de un momento histórico determinado, es además un fiel registro etnológico que nos permite entender por qué en Norteamérica campea el individualismo, el combate salvaje hacia la prosperidad, la ansiolítica voluntad de los constructores de rascacielos o el enfebrecido nacionalismo trumpista.
Sus líneas parecen premonitorias: “Nación de conquistadores, que acepta domesticar la vida salvaje sin dejarse nunca seducir por sus encantos, que solo aprecia de la civilización y de las luces su utilidad para alcanzar el bienestar […] Pueblo nómada, al que no arredran ni ríos ni lagos, ante el cual caen los bosques y las praderas se sombrean, y que, una vez alcanzado el Océano Pacífico, volverá sobre sus pasos para turbar y destruir la sociedad que haya dejado tras de sí”.
Sorprende la mano del artista que va dando pinceladas para describirnos el paisaje de los desiertos conforme se adentra en ellos y la vida allí, como si de una película de Sam Peckinpah se tratara.
En tiempos en que el desierto se recrudece al interior de las ciudades, y el hombre acude a su yo más primitivo y ancestral, leer este brevísimo cuaderno de viajes de Tocqueville es un deleite para los sentidos y una oportunidad inmejorable para hacer un paréntesis en nuestras vidas ajetreadas, acomodarse en el sillón predilecto de casa con una copa de vino de Napa, mientras Bob Dylan canturrea de fondo una balada lastimera: How does it feel?/ to be without a home/ with no direction home.