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Por Alejandro Jesús Valencia

@Valencia_117s

”Si os dignáis escucharme, que sea

no con la atención que soléis prestar a los predicadores,

sino con los oídos que prestáis a los charlatanes […]”

—Erasmo de Rotterdam

No todo el mundo es consciente; quienes lo saben no lo dicen, y quienes no lo saben ni siquiera saben que no lo saben. Nuestra época está en crisis. La crisis de los límites. Nacida de falacias, verdades parcialmente demostrables y el mal uso de una de nuestras mejores virtudes: La Libertad. Un carácter apenas conceptualizado, una herramienta y un poder inengendrado que tomó el hombre para asentir —en nombre de la libertad—, que el único límite es él mismo. Un gravísimo error. La libertad siempre fue autosuficiente, en tanto que a diferencia de otras cosas en el universo, no necesitó más que de sí para existir y valerse por sí misma. Sin embargo, el valor de la libertad está en peligro porque —citando a Lezama—, “la suma de las morales de cada ser humano pudren la originalidad de los significados, la forma de vivir de cada uno los conduce a adecuar sus percepciones basándose en sus necesidades, concibiendo el concepto de libertad que cada uno conoce y emplea. Puedo enunciar con vehemencia todo lo que sé y nunca hablar sobre lo que no puedo demostrar, tan definitivo y sentencioso como que la combinación de todos los colores es blanco, y con esa fuerza sentenciar que la combinación de todos los valores del hombre es un defecto. Hoy (no importa cuando se lea) este problema no tiene remedio. Y si llega el día en que lo tenga, se enviará al abismo de las soluciones, el lugar que alberga las buenas ideas que se desechan solo porque la humanidad no pudo estar de acuerdo al mismo tiempo”.

Esto es, pues, mi arjé; un retorno a los verdaderos métodos que usaron nuestros antepasados en cuanto a una perfecta amplitud de criterio científico, literario y artístico. Y con atrevimiento en forma de una conclusión sin desarrollo, enuncio:

“El límite de la libertad de expresión se encuentra entre nuestra virtud para saber cuando hay que callar y nuestra fuerza de voluntad para hacerlo”.

Justo ahí; en un dicotómico lugar claroscuro de la mente que alberga la vanidad de creer que nuestra opinión importa, por lo menos hasta que alguien con mejor retórica nos seduce a elogiar más su opinión que la propia, pues con tremendo peso de lógica y valor probatorio —o quizá, presumiblemente solo de lógica— nos arranca de la acción de autoortogarnos la razón, no fueran las lecciones de los máximos oradores que la historia aún mantiene vivos por necedad o necesidad porque el hombre actual estaría intimidado de lo doctísimo que fue Erasmo al demostrar implacablemente que enemistarse con el fanatismo cimentaría en el humanismo lo divino, quizá podría acusar a las incitaciones del gran Sabato por estancar la generación del conocimiento luego de producir un desaliento en la actividad intelectual del hombre cuando se aventuró a descubrir por sí los efectos del surrealismo en el alma, y sumirse trágicamente a la condición del hombre falto de ciencia cuando dedicó el resto de su vida a la literatura, o qué tal si responsabilizo de todo a Tomás Moro y su inefable incursión al espíritu moderno de su tiempo que desafió la contemplación de un mundo mejor, tan perfecto como tan irreal, aunque seguramente la metódica intelectualidad de Aristóteles a los principios lógicos que ahora son parte de la humanidad me impidan contradecirlo. Con todo ello y un cercano “a lo mejor”, alguien se reiría con desprecio pensando que soy un iluso por creer que tengo la suficiente libertad para osar en discernir con Sócrates y su defectuosa y contradictoria última apología frente al tribunal de los 500, ideas no tan difíciles de pensar por uno mismo, suficientemente difusas para mistificarlas en nuestros tiempos, pero sobretodo mistificarlo a él solo porque está muerto —físicamente, porque ya he dicho que la historia los mantiene vivos—, después sus ideas se extrapolaron y sus enseñanzas trascendieron al mismísimo Aristocles, reconocido gracias a su particular fisionomía y no a pesar de ella, apodado Platón (el de espaldas anchas), quien con su vasta percepción redefinió nuestra realidad con la elocuencia de la interpretación de su época al borde de la tragedia del pensamiento, pero con quien me rindo…, es con quien no necesitó más que decir dentro de la explicación del “nous” que la inteligencia es la que genera la discriminación de las cosas (Anaxagoras). Cada uno y aunque falten más por enunciar contribuyeron a subyugar a todas las actualidades de la historia que les precede a seguir estudiando y reestudiando lo que ya se ha manifestado.

No obstante —evitando subterfugios—, aquí es donde el problema nace; ha quedado claro que en el pasado hablar y expresarse estaban cimentados en hechos que podían demostrarse, ahora ya no se piensa que las cosas tengan un valor eterno, la estulticia tanto individual como colectiva nos permite —entre comillas— manifestar nuestras ideas sin que consecuencias opaquen nuestros labios y los orillen al silencio, por lo tanto, mis acusaciones están dirigidas a nuestro siglo, el XXI, a la comunidad mundial donde están incluidos los falsos predicadores, los charlatanes y, por supuesto, a los débiles que no se animan a usar su propio criterio (supere aude), a los que se entregan a una voluntad que no es la propia, a los que se abandonan a dejar que otros piensen por ellos, pero sobre todo, a los que creen que tienen razón y no saben que están equivocados; donde, temerosa y lastimosamente, desconozco si ahí me encuentro yo.

Sentencio: así como justamente la justicia y la libertad son conceptos indefinibles y pueden significar cualquier cosa, una de mis muchas conclusiones es que “no se debería hablar como se respira: sin pensar”. Hoy, por desgracia se habla desde la percepción y la moralidad para decir lo que algo es para uno —aunque para el resto no lo sea—, y podría cualquier opinión resultar ya docta y respetable para el criticastro (persona que juzga, critica y censura sin conocimientos ni autoridad) y el ignorante, de modo que el problema antes planteado; el de creer que nuestra opinión importa solo por ser libres aunque no sepamos de qué hablamos, es, determinantemente, una rama seca que pudre lentamente el árbol de la expresión humana, cuyas raíces lo nutren significando la libertad. Y aunque no obstante, todos sepamos que la opinión del vulgo nunca culminará en apoteosis, ¿quién los puede callar? ¿O quién está sobre la palabra de otros para decidir quien puede y no puede ser escuchado? Y también, pero más importante, ¿no es verdad que todas las opiniones valen lo mismo antes de ser pronunciadas y una vez escuchadas su valor cambia? Por ello, creo firmemente en que la elocuencia es un valor que debe tener toda ideología para que al momento de enunciarse sea entendida y no desechada, por lo menos hasta después de un meticuloso análisis.

Pienso de algún modo que la libertad es un concepto, no un significado, ya que dada la naturaleza de la abstracción (entiéndase como un proceso mediante el cual el ser humano lleva la información de lo que percibe del mundo real a su mente, y ahí, esos pensamientos e ideas las estudia y analiza hasta que finalmente obtiene por sí la interpretación de las cosas que usa para explicar el mundo), es posible explicar con más precisión porqué la libertad tiene diferentes acepciones, todas encaminadas a una misma finalidad, pero con características agregadas según la conveniencia y necesidad del sujeto que está estableciendo su concepto para otros, siendo esto lo que Anaxagoras aducía; que nuestra inteligencia —en cierto sentido irónico, pero válido— es la que discrimina los conceptos que otros obtuvieron como resultado de sus propios procesos de abstracción, razón definitiva del porqué la libertad, la justicia, lo bueno y lo malo son diferentes para cada persona.

Aunque no todo es subjetivo, en el libro “Navegando en el mar Lezámico”, se habla, entre otros temas del existencialismo humano, sobre el «arte» término que en conjunto con la «opinión» se engendraron a partir de la libertad de expresión, que es de donde adquieren su valor, por eso, a palabras de Lezama estas se definen como:

“Manifestación del espíritu propio al entendimiento ajeno”

Ahora, ofrecidas estas explicaciones, pregunto yo, ¿y cómo sabemos reconocer que estamos en el límite de la libertad de expresión? No soy Hans Kelsen quien escribió el libro “¿Qué es la Justicia?” Concepto que desarrolló —o mejor dicho, trató de desarrollar— yendo a muchos puntos y no quedándose en ninguno para que su conclusión no fuera sino una burla a las máximas cátedras de Derecho, dando a entender que la justicia significa muchas cosas porque para cada quien es diferente. Claro que cada quien piensa diferente, por eso la función del Derecho es subordinar al hombre a una conciencia colectiva, por eso la disciplina jurídica es un postulado firme e indoblegable de carácter universal. De este modo, y para no ser como los que no quiero ser, quiero establecer un parámetro que determine como obtener una respuesta objetiva y universal, o al menos, en los lugares donde la aplicación de mi postura se avoque a sus culturas e ideologías tanto culturales como políticas, respondiendo a mi pregunta presentando algunas recomendaciones que se asemejan a las Máximas de Grice que sirven para orientar el comportamiento lingüístico, aunque a diferencia de ellas (y sin explicarlas del todo), las mías atienden conducir el comportamiento expresivo a fin de no dañar la integridad y el honor de terceras personas ya sea dentro de una manifestación ideológica o artística.

A continuación, estas formas se pueden aplicar al arte; a la pintura y literatura, en todos sus géneros, y propiamente al formular una opinión, que son formas de comunicación en las que interviene el criterio interpretativo y expresivo:

La opinión debe ser formulada con carácter progresivo; es decir, que incentive el intercambio de ideas para enriquecer determinado tema.

La opinión que contravenga a otra no debe demeritar el intelecto ajeno; es decir, no insultar ni ironizar la aportación de otra persona con respecto a la propia.

En necio dialogo, habrá quien sepa de antemano que razón le falte, empecinándose en demostrar que la tiene; aquello se le conoce como ser recalcitrante (persona que sabe que está equivocada y no admitir que lo está).

No porque una idea sea vieja hay ya que rechazarla, ni porque sea nueva admitirla, ni porque una idea sea vieja hay ya que admitirla, ni porque sea nueva rechazarla; cada idea tiene su valor y utilidad sin importar el siglo donde se proponga, su valor reside en cómo se emplea para progresar.

Reír es honorable, del honor, es humillante; no hay libertad en reírse de la integridad de alguien.

Mantener una misma postura por años no está mal, pero siempre hay lugar para la rectificación.

De esta manera me parece haber dado pruebas para que todos tomen su criterio, habrá a quien estas razones no le convenzan, pues hay libertad en contradecirme, así como juzgamos al que odiamos, pues bien, yo no considero sabios ni filósofos a quienes se adjudican el título de pensadores, ni a quienes se alaban a sí mismos porque no encuentran quien les alabe. Por lo cual, declaro con toda franqueza lo que Lezama enunció a los hombres desde el mar de su mente cuya marea violenta eran sus pensamientos: no escribí esto para buscar alabanza, a mí siempre me ha causado placer hacer de mi boca lo que hay en mi corazón, de tal manera que soy mi propia verdad, no como las sanguijuelas de disque sabios que se encuentran por doquier y que tienen la necesidad de hablar aparentando tener el intelecto que carecen, tratando de escribir imitando a los oradores de la época de Tales de Mileto, usando terminología disque avanzada, discursando oraciones disque sabias. Yo no. Sírvanse de su libertad para discernir en mi contra si quieren, pero demuestren porqué estoy equivocado.

Alejandro Jesús Valencia

Estudió la Licenciatura en Derecho en la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx), cuenta con el grado académico de Experto Universitario por la Fundación José Ortega y Gasset - Gregorio Marañón con estudios de Liderazgo y Gestión Pública Responsable. Su experiencia profesional está enfocada en estudios legislativos y redacción de artículos de investigación de filosofía jurídica y ciencia jurídica. Asimismo, se interesa en temas constitucionales, parlamentarios y de derechos humanos