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Por Javier Santiago Castillo

@jsc_santiago

La reforma electoral ha sido llevada al terreno de la confrontación entre ángeles y demonios. Así se califican mutuamente los adversarios. Desde la trinchera gubernamental se califica a los opositores como conservadores deseosos de continuar con privilegios. En cambio, los opositores han calificado de autoritaria y regresiva la propuesta presidencial

El espacio para dialogar fue una constante en todos los procesos de reformas electorales anteriores. No diremos que siempre el resultado fue fructífero, pero podemos afirmar que el intercambio de ideas permitió avances en cada reforma. Tal vez la excepción sea la de 2014.

Lo que sí fue un objetivo persistente de todas las reformas fue otorgar certeza a los actores políticos, a pesar de la sobrevivencia de desacuerdos, aunque algunos fueran relevantes. La búsqueda de este objetivo fue toral para abonar el sendero de la estabilidad política, la gobernabilidad y el avance del proceso democratizador. En esta ocasión, la ausencia de búsqueda de la certeza es notoria.

Desde la trinchera gubernamental fue evidente la postura de indisposición al diálogo, en la búsqueda de acuerdos que permitieran una mayor coincidencia que diera certeza de que en la organización de los comicios existiría la garantía plena de la no intervención oficial. La actitud del grupo en el poder deja el sabor de que su intención es controlar la organización de las elecciones desde la estructura territorial, que será contratada temporalmente.

Lo paradójico es que, hasta este momento, todas las encuestas dan como triunfante a cualquier persona que sea postulada a la candidatura presidencial por Morena en 2024. Entonces, no se comprende por qué agregar el ingrediente de la incertidumbre en la organización de las elecciones.

El centro de la reforma electoral tiene dos temas centrales. El primero, son las modificaciones a la Ley General de Comunicación Social, reglamentaria del artículo 134 constitucional. Los aspectos relevantes son: la definición de lo que es la propaganda gubernamental, la difusión de la propaganda gubernamental, por medio de Campañas de Comunicación Social, y la libertad de los servidores para proporcionar información de interés público.

Las críticas esenciales son la deficiente definición de propaganda gubernamental; la imprecisión sobre a qué medios de comunicación se refiere la ley; la discrecionalidad en la contratación de los medios de comunicación para las Campañas de Comunicación Social; y la omisión de establecer parámetros, órganos y procesos de medición de audiencias, rating, tiraje e impacto, para construir las estrategias de comunicación social y para la definición de los medios de comunicación idóneos en el despliegue de los mensajes. El tema es fundamental porque implica reglas para que quienes ocupan cargos públicos no los utilicen facciosamente para influir en el electorado.

El segundo tema, que ha concentrado la mayor parte de la polémica, es la reforma la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LEGIPE) y transforma radicalmente la estructura orgánica del INE. Toda institución tiende a perfilar una burocracia con aspectos positivos y negativos que conviven cotidianamente. Entre los rasgos positivos se encuentran el compromiso de ir más allá de la línea del deber formal, expresado en jornadas laborales que se extienden más allá del tiempo legalmente establecido, de aportar recursos personales para cumplir con las funciones asignadas y la existencia de un espíritu republicano expresado en la conciencia de que el trabajo realizado es por el bien del país y en beneficio de la población.

En la fisionomía negativa se encuentran la tendencia natural al crecimiento en el número de contrataciones, al desperdicio de recursos materiales y humanos, a ocultar las deficiencias (se pretende meter a los elefantes debajo de la alfombra), a considerar los bienes públicos como patrimonio personal, y a administrar lo que se recibe sin ánimo innovador. La manera de contrarrestar esta tendencia es realizar, periódicamente, estudios de reingeniería organizacional y administrativa, que desemboquen en acciones correctivas para mejorar la eficiencia y la eficacia en la consecución de los objetivos institucionales establecidos en la ley.

El IFE nació en 1990 y se transformó en INE en 2014. Ese fue un momento idóneo para realizar una revisión estructural de la institución. Han transcurrido casi nueve años y no se realizó, porque quien encabeza la institución careció de visión de futuro. No escuchó las voces que señalaron la relevancia política de la administración y la necesidad de definir una estrategia de delegación de atribuciones a los institutos electorales de los estados. No se dio continuidad a los trabajos de la Comisión de Modernización y se echaron en el bote del olvido sus hallazgos.

Lo anterior es una deficiencia institucional, pero de ninguna manera justifica los cambios en la LEGIPE que trastocan la funcionalidad de la estructura orgánica, necesaria para cumplir la función estatal, constitucionalmente establecida, de organizar las elecciones bajo los principios de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad.

Ya la Suprema Corte ha delineado, en jurisprudencia y tesis, el significado sistémico de los organismos autónomos, a lo cual no es ajeno el INE. En tanto que institución electoral autónoma, se establece como una novedad en el proceso evolutivo de la teoría de la división de poderes. Corresponde a una necesidad concreta de la existencia del Estado: garantizar la trasmisión pacífica del poder. Para ello, en el caso mexicano, era necesaria una institución ajena a los poderes tradicionales que diera certeza a los actores políticos ya a la sociedad que la organización de las elecciones se realizaría legalmente, sin interferencias indebidas.

Esas resoluciones son, en sí mismas, premisas a considerar en los escenarios litigiosos que se vislumbran. En primer lugar, el previsible juicio de amparo del Secretario Ejecutivo y de los funcionarios del INE por la afectación a sus derechos laborales; la controversia constitucional, que con seguridad presentará el INE, por invasión de competencias y las acciones de inconstitucionalidad que interpondrán diversos partidos.

En el campo civilizado de las reglas tácitas y explícitas, conforme a las cuales se dirimen las controversias políticas, para contender por el poder, la reforma representa un posible conflicto de larga duración. Al trastocar orgánica y funcionalmente a la institución que encarna el marco de lo permisible en esa disputa, el país podría aventurarse en un terreno fangoso e inestable, en el que las urnas arrojen un resultado predeterminado, o bien la voluntad popular se vea continuamente distorsionada por el dinero, la coacción sobre los electores e, incluso, la violencia. Lo digo, porque las instituciones no son simples estructuras orgánicas; son, además, una conjunción de ley y cultura política que articulan una “lógica de lo correcto”, de lo válido.

Al cercenar la estructura distrital del INE, instancia operativa cuyo profesionalismo garantiza la debida integración de las casillas, su colocación en lugares idóneos y constituyan un espacio de confianza para los electores, no se está propiciando un desempeño superior: se está poniendo en riesgo la integridad electoral y propiciando que fuerzas políticas “colonicen” dichas instancias en su propio beneficio.

La desaparición sin orden ni concierto de otras instancias ejecutivas y técnicas no parece guiada por el afán de mejora, sino por el propósito de disminuir por disminuir y alcanzar economías. Nadie puede negar que, como cualquier institución de cualquier lugar del mundo, el INE había generado redundancias, puestos de trabajo excesivos o estructuras de escasa contribución a sus funciones. Resolverlas habría hecho necesaria una revisión detallada y profunda, no una mera intuición ni una mirada simplemente impresionista. Se requería el bisturí, no el machete.

La Corte tiene ante sí un reto trascendente. Lo que resuelva, independientemente del sentido, definirá las características del sistema electoral de, al menos, un par de décadas. También, en el corto plazo definirá la forma de la organización de las elecciones presidenciales en 2024. Su decisión tendrá consecuencias políticas sistémicas abonando el conflicto político electoral o la trasmisión pacífica del poder. ¡¡La moneda está en el aire!!

Javier Santiago Castillo

Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, con mención honorífica por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Candidato a Doctor en Ciencia Política en la misma institución. Es profesor titular “C” tiempo completo de la UAM-I, actuó en los 80's como coordinador nacional de capacitación electoral del Partido Mexicano Socialista; y representante de casilla del Partido Mexicano de los Trabajadores, de cuyo Comité Nacional formó parte. En los procesos electorales de 1991 y 1994 fue Consejero en el XXXVI Consejo Distrital Electoral del Instituto Federal Electoral en el D.F; se desempeñó como coordinador de asesores de Consejero Electoral del Consejo General en el Instituto Federal Electoral; representante del IEDF ante el Consejo de Información Pública del Distrito Federal; y Consejero Presidente del Instituto Electoral del Distrito Federal.