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Por Javier Santiago Castillo

@jsc_santiago

La violencia como instrumento para dirimir desacuerdos de poder es tan antigua como la propia humanidad. Durante siglos fue el medio idóneo para definir quién detentaba el poder. El nacimiento del mundo moderno, acompañado por el de la democracia política, llevaron las disputas de poder, primordialmente, al terreno electoral. Sin que estuvieran ausentes expresiones de violencia selectiva o colectiva contra quienes se consideraba, eran un riesgo de acceso o permanencia en el poder político.

El México moderno ha vivido diversas etapas de violencia política. La consolidación del régimen político posrevolucionario tuvo en la violencia un pilar central para su consolidación y permanencia. El investigador Paul Gillingham plantea una periodización de la violencia electoral en México, “identificamos tres periodos: primero, la “democracia del pistolero” (1910-1952), segundo, la “democracia dirigida” (1953-1994), y tercero, la “democracia abatida” (1994 al presente).”

Lo primero a considerar es que, al ser una periodización general, tiene limitaciones por ser escasos los criterios utilizados para construirla, también calificar los periodos como democracia resulta al menos cuestionable. Pero, esta tipología indudablemente es un punto de partida y como tal tiene utilidad. Desde una perspectiva analítica, la categoría más general tiene que ser la violencia política, en la cual se subsume la violencia electoral como una expresión de aquella.

En consecuencia, la violencia electoral debe considerarse bajo la óptica de la existencia de una política de violencia ejercida por el Estado, sobre todo en las dos primeras etapas que son el nacimiento y consolidación del régimen autoritario con el fortalecimiento de Sistema de Partido Hegemónico, el corporativismo y el presidencialismo.

En ambos periodos la respuesta ante la disidencia social, frecuentemente, era violenta. Cualquier movimiento que tuviera algún grado de autonomía del sistema tenía un muy acotado campo de acción. Si rebasaba con sus acciones una delgada línea para considerarlas invasivas al control político sistémico, de inmediato operaban los mecanismos de sometimiento que consistían desde la cooptación, amedrentamiento, cárcel o muerte.

Bajo la sombra del antiguo régimen la violencia no jugaba un papel de amenaza contra la democracia, era un mecanismo de control para que la democracia no floreciera en ningún ámbito de la vida social: sindicatos, organizaciones campesinas, de colonos, deportivas, culturales, etc.

Los dos primeros períodos forman parte de las etapas más sangrientas de la violencia ejercida contra la sociedad durante décadas. En la primera por quienes aspiran al poder realizada en contra adversarios políticos. Este periodo está marcado por los asesinatos de Emiliano Zapata y Felipe Ángeles, a los que fue anuente Venustiano Carranza, el de Francisco Villa y el del propio Carranza, a los que fueron condescendientes, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, quien heredó el poder del caudillo al ser asesinado y del senador Manlio Fabio Altamirano, que permitió el despegue de la veloz carrera política de Miguel Alemán hasta llegar a la presidencia de la República en 1946.

Por otro lado, cuando fue necesario, para la familia revolucionaria, mantenerse en el poder, la violencia electoral fue, en algunos casos masiva, como durante las elecciones presidenciales de 1924,1929, 1940 y 1952. En la primera, el candidato opositor implicó la ruptura del grupo sonorense, con la candidatura presidencial de Adolfo de la Huerta en contra del candidato oficial: Plutarco Elías Calles. Esta elección culminó con una sublevación militar en contra del presidente Álvaro Obregón y con la muerte de alrededor de cincuenta generales de los más importantes de la Revolución.

En la elección presidencial de 1929, el candidato opositor, José Vasconcelos, tenía méritos revolucionarios, desde ser maderista de primera hora, hasta ocupar el cargo de la recién creada Secretaría de Educación Pública durante el gobierno de Álvaro Obregón y contó con el apoyo de sectores importantes de las clases medias urbanas. El contrincante oficial, Pascual Ortiz Rubio, era un desconocido, pero contaba con el apoyo del aparato gubernamental y del naciente Partido Nacional Revolucionario (PNR). La elección culminó con el triunfo de este último y con una fuerte represión masiva.

Las elecciones de 1934 y 1946 fueron la excepción. En el primer caso, se vio al general Cárdenas como candidato del grupo callista, aunque la realidad fue más compleja por el entramado de alianzas políticas que lo impulsaron a la candidatura y a la presidencia. En el segundo caso, los dos candidatos eran civiles, sin mayores diferencias ideológicas, y el candidato oficial, Miguel Alemán, contaba con el respaldo del presidente, general Manuel Ávila Camacho, del general Lázaro Cárdenas y del reluciente PRI.

En las elecciones presidenciales de 1940 y 1952 la violencia de Estado se hizo evidente. En las primeras, la violencia contra los partidarios de Juan Andrew Almazán llegó al asesinato. Como botón de muestra, así lo narra, en sus memorias, el cacique de San Luis Potosí, Gonzalo N, Santos, pues ametrallaron a los funcionarios de la casilla donde iba a ir a votar el presidente Lázaro Cárdenas, sólo porque eran almazanistas y los sustituyeron por miembros del PNR.

En las elecciones de 1952, la presencia de un candidato independiente con antecedentes revolucionarios, el general Miguel Henríquez Guzmán, se vio impulsado, indirectamente, por los devaneos reeleccionistas de Miguel Alemán y el posterior intento de mantener la continuidad del mismo grupo político. La debilidad de la candidatura opositora se concentra en que era un proyecto personalista y ante la derrota, la represión y la cooptación llevaron a la disolución de la Federación de Partidos del Pueblo.

El sexenio de Adolfo Ruiz Cortines es crucial sistémicamente, porque se consolidó el sistema presidencialista y el sistema de partido hegemónico que permitieron la funcionalidad del régimen autoritario por cincuenta años más, sólo alterado por el sismo electoral de 1988, cuando volvió a asomar la violencia contra los opositores.

Paralelamente a esta violencia electoral se ejerció violencia selectiva y masiva contra el movimiento social en general. El camino para lograr el control corporativo de los sindicatos fue un largo proceso que se inició con el “charrazo” en 1948, cuando un grupo espurio, con apoyo del gobierno de Miguel Alemán, se apoderó de la dirección del Sindicato Ferrocarrilero. Hecho que llevo a los trabajadores a una larga lucha reivindicativa y por la democracia sindical que alcanzó su triunfo en 1958 y su derrota en 1959 como consecuencia de una represión brutal que llevó a 11 mil trabajadores a la cárcel y los dirigentes del sindicato fueron acusados del delito de disolución social y permanecieron en la cárcel más de una década.

En el campo la represión llegó al nivel de crímenes de Estado. Un lamentable ejemplo fue el fusilamiento, en 1962, de Rubén Jaramillo, su esposa embarazada, tres hijos y una hija por miembros del ejército, la policía de Morelos y pistoleros. No podemos dejar de mencionar la etapa de la “guerra sucia” que abarcó los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo. Podemos afirmar que fueron dos causas esencialmente las que influyeron en la represión política: mantener el control para mantenerse en el poder y la guerra fría, que impulso una amplia campaña represiva por parte de los estados Unidos.

A partir de 1988 la lógica de la violencia política fue adquiriendo características novedosas. La reflexión de esta etapa, por razones de espacio, la dejaremos para el siguiente artículo.

Javier Santiago Castillo

Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, con mención honorífica por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Candidato a Doctor en Ciencia Política en la misma institución. Es profesor titular “C” tiempo completo de la UAM-I, actuó en los 80's como coordinador nacional de capacitación electoral del Partido Mexicano Socialista; y representante de casilla del Partido Mexicano de los Trabajadores, de cuyo Comité Nacional formó parte. En los procesos electorales de 1991 y 1994 fue Consejero en el XXXVI Consejo Distrital Electoral del Instituto Federal Electoral en el D.F; se desempeñó como coordinador de asesores de Consejero Electoral del Consejo General en el Instituto Federal Electoral; representante del IEDF ante el Consejo de Información Pública del Distrito Federal; y Consejero Presidente del Instituto Electoral del Distrito Federal.