Efrén Calleja Macedo
@lem_mexico
En Retratos (Anagrama, 2000) Truman Capote (1924-1984) persigue lo singular, aventura diagnósticos, encabeza juicios y lamenta destinos. Estas semblanzas son parte de la obra del cronista que revolucionó la crónica con A sangre fría y, a la vez, fragmentos existenciales, hilachas del improbable diario íntimo de la luminaria que por momentos, sólo por momentos, regula su intensidad para evaluar el brillo de los otros. Tal vez porque esa momentánea concesión es indispensable para mantenerse en la cima. Así, menciona Matar un ruiseñor para puntualizar que Harper Lee fue su amiga de la infancia —ergo, estuvo cerca del talento de Capote— y todo indica que él es uno de los personajes principales.
Más allá de su vanidad esencial, Capote es un maestro de la pesca existencial. Donde otros escribirían extensos textos biográficos, él deja sólo lo que dimensiona la personalidad. Más aún, pasa por los diálogos y los acontecimientos como el atleta que enfrenta una carrera con obstáculos. Por ello, lo sustancial está en las certeras síntesis de personalidad elaboradas por el cronista. Dado que los textos podrían ser su diario, lo suyo son, por supuesto, las estrellas.
A Marlon Brando lo retrata desde el vacío insobornable, en la inapelable soledad infantil: “A veces pienso que Marlon es como un huérfano que en una época posterior de su vida trata de compensar su condición convirtiéndose en cabeza bondadosa de un inmenso orfanato. Pero aún fuera de la institución quiere que todos lo amen.” Inmediatamente, se da el lujo de corroborar su afirmación —como el oráculo satisfecho de su puntualidad— y menciona una entrevista —cuyo autor no vale la pena mencionar— en la que el artista asevera: “Puedo entrar en una habitación donde hay cien personas, y si hay una sola que no me quiere, me doy cuenta y siento la necesidad de irme”.
A Cecil Beaton lo aquilata en lo discursivo, lo laboral y lo presencial: “A diferencia de muchos de sus colegas, nunca he oído a habla a Cecil de la Técnica o el Arte o la Honestidad. Él, simplemente, hace fotos y espera que le paguen por ello. Pero su manera de trabajar es muy especial: crea la ilusión de un tiempo sin fin. […] Lo mismo sucede con sus modelos: la persona que posa para Beaton tiene la sensación de estar flotando ligeramente en el espacio, le parece que no le están fotografiando sino pintando, y quien lo hace es una presencia casual y apenas visible. Pero Beaton está allí, […] es una de las personas más ‘presentes’ que existen.”
La extensa relación de Capote con Elizabeth Taylor incluye estancias en hospitales y conversaciones sobre la muerte. Dice Taylor: “No quería traspasar ese horizonte. Y no lo haré. Eso no me va”. Como respuesta, piensa-escribe el lapidario Capote: “Tal vez no; no como a Marilyn Monroe y a Judy Garland que habían suspirado por traspasar ese horizonte y algún arco iris aún más oscuro y antes de lograrlo intentaron el viaje en innumerables ocasiones. Pero, a pesar de todo, había ciertos rasgos comunes que las hermanaban a las tres, Taylor, Monroe y Garland; conocí bastante bien a las dos últimas, y sí, realmente había algo. Un extremismo emocional, una necesidad peligrosamente de ser amadas más que de amar. El impetuoso deseo de un jugador incompetente de romper una mala racha”.
Tennessee Williams es, desde la mirada de Capote, una versión de Blanche DuBois. Apunta el cronista, a propósito del exitoso estreno de Un tranvía llamado deseo, en 1947: “Tennessee era un hombre desdichado, incluso cuando más reía y sus carcajadas eran más sonoras. Y la verdad es, al menos para mí, que Blanche y su creador eran intercambiables: compartían la misma sensibilidad, la misma inseguridad, la misma melancica lujuria. Y de pronto, mientras yo pensaba en eso y contemplaba sus reverencias ante la ensordecedora ovación, él pareció retirarse del escenario y desvanecerse tras el telón… conducido por el mismo médico que había guiado a Blanche DuBois hacia una oscuridad en la que nadie desearía verse inmerso”.
Plagados de confidencias canibalizadas en pro de la literatura, los veinte retratos de Capote parecen engarzar un lamento que replica lo escrito sobre —cómo no— la adorable criatura, Marilyn Monroe: “La luz se iba, Marilyn parecía esfumarse con ella, mezclarse con el cielo y las nubes, disolverse a lo lejos. Quería elevar mi voz sobre los chillidos de las gaviotas y llamarla para que volviese: ¡Marilyn! ¿Por qué la vida tiene que ser tan terrible?.” En LEM confiamos en que haya muchos otros que busquen elevar su voz sobre los chillidos cotidianos para escribir los retratos familiares y comunitarios que constituyen las otras historias.
*Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (LEM)
lem.memoria@gmail.com
artículo originalmente publicado en el Periódico “El Popular” (que puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.elpopular.mx/2019/03/11/opinion/leer-la-personalidad-200423)