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Por Javier Santiago Castillo
@jsc_santiago

En vísperas de la elección, el caldero se encuentra a una elevada temperatura. La persistente actividad propagandística del presidente, la declaración de procedencia en contra del gobernador panista de Tamaulipas, las investigaciones de la Fiscalía General de la República en contra de los candidatos a gobernadores, la denuncia penal contra el presidente y el asesinato y amenazas contra candidatos, incrementan la rijosidad de los partidos y candidatos.

En este ambiente surgió el planteamiento de realizar una reforma electoral, para extinguir o integrar el Instituto Nacional Electoral (INE) a la Suprema Corte, nada se dijo de la organización de las elecciones en las entidades federativas y de los mecanismos de participación ciudadana que son su responsabilidad. Ya, en 2019, el presidente López Obrador tocó el tema en una de las mañaneras: “que se busque federalizar y solo haya un organismo nacional… Es un acuerdo que haya austeridad”. Además, señaló que “es un aparato oneroso, costosísimo y al final no se respeta el voto, había fraudes. Todo eso debe terminarse”. Las últimas propuestas dan la impresión de una reacción al calor del enojo por decisiones del INE y ratificadas por el Tribunal Electoral en que sintieron vulnerados sus derechos. Ya que “el camino al infierno está empedrado (también) de ocurrencias”, es conveniente reflexionar sobre el rumbo de una posible reforma electoral.

Ubicar el modelo de Sistema Electoral sólo como un problema de elevados costos es pretender poner un velo a razones de fondo político. Si el modelo de sistema actual trastocó los equilibrios políticos del país, la centralización total en el Poder Judicial de la Federación los modificará más profundamente. Una de las mayores virtudes de la democracia es la distribución del poder, aglutinar sólo en el INE la organización de todos los comicios es altamente riesgoso para la estabilidad política del país. Es demasiado poder para una sola institución y renunciar a la diversidad regional, política y social.

En el artículo anterior concluí en la necesidad de realizar un diagnóstico de la funcionalidad de las normas y de las acciones institucionales, con la finalidad de definir el rumbo de una eventual reforma electoral. Lo primero a revisar del modelo es si la centralización de la organización de las elecciones cumplió con los objetivos que se planteó la reforma de 2014.

El primero de ellos fue disminuir el costo de las elecciones. No se logró, esencialmente porque los costos de las elecciones federales son superiores a lo que eran las elecciones locales, por las diferencias salariales federal y de las entidades; por una mal entendida “calidad INE” que obligó a los institutos locales a aceptar, por ejemplo, costos comparativamente más elevados de los materiales para las casillas electorales (mamparas, urnas, papelería, etc.); y por el incremento del financiamiento a los partidos políticos en los estados, que al momento de la reforma fue de alrededor de mil 600 millones de pesos.

También se supuso que la homologación de los calendarios electorales contribuiría a la disminución del costo electoral. No fue así. La carga financiera que el año electoral representa para el país es enorme; además, ha tenido la consecuencia, advertida en su momento, de acrecentar el conflicto político electoral, sobrecargando al INE de presiones, como ha sido en los casos de cancelación de las candidaturas a gobernadores de Guerrero y Michoacán de Morena. Lo que pudo haber sido un conflicto local se convirtió en uno nacional

El segundo gran objetivo fue que los gobernadores no intervinieran en los organismos electorales. Tampoco se consiguió, porque existen múltiples formas de presión; la más recurrente son las restricciones presupuestales. Por otra parte, al depositar en el Consejo General del INE el nombramiento de los consejeros locales, no dejaron fuera los intereses políticos; sólo redujo el espacio político de las designaciones, antes decidían 32 órganos legislativos, ahora once personas. Demasiado poder.

Una de las consecuencias más negativas de la centralización, es que los organismos electorales locales se han visto sometidos a una doble presión, por un lado, la política de los gobernadores y, por el otro, la burocrática del INE que vigila y supervisa muchas de sus actividades, en ocasiones sin fundamento legal. La centralización, además, prácticamente extinguió el espíritu innovador que en el pasado tuvieron diversos institutos electorales.

Largo ha sido el proceso de construir un andamiaje institucional electoral confiable. No es perfecto y la reforma electoral de 2014, con su tufo centralista, lo ha hecho entrar en crisis. Aunque sea atropellando el sistema federal de la República, el INE ha encontrado los caminos para hacerlo funcionar, desde la perspectiva organizativa y operativa

La alternativa centralizadora extrema que se desprende de las declaraciones del presidente sería contraria a la Constitución y la República Federal que mandata. Desde el punto de vista técnico financiero ninguno de los actores tiene claridad de las repercusiones de una reforma centralizadora de ese calado en la institución electoral. ¿Alguien ha calculado el crecimiento en personal y de recursos materiales del INE para organizar todas las elecciones del país? ¿Alguien tiene idea, aunque sea remota, de la dimensión de modificación normativa y el tiempo que se requiere para realizarla? La respuesta contundente es no.

Comparto la idea sobre el elevado costo de la organización de las elecciones. Puede disminuir, devolviendo a los institutos electorales actividades hoy centralizadas, como son capacitación, instalación de casillas, fiscalización, e implementando la votación en urna electrónica que, por cierto, no podría ser el deficiente modelo generado en el INE. También podría considerarse la supresión de los programas de resultados electorales preliminares, pues resultan onerosos y redundantes con los conteos rápidos. Al disminuir las atribuciones del INE, puede pensarse en la reingeniería institucional, que daría su primer paso al reducir el número de consejeros a siete, con el fin de obligar a los grupos parlamentarios a elegir por consenso a personas que se caractericen por su trayectoria profesional, administrativa o política, pero garanticen la imparcialidad

Las posturas en favor de la cancelación o de la disminución a “raja tabla” del financiamiento público soslaya que, por la desigualdad social, el solo financiamiento privado de la política favorecería su captura por intereses particulares. Disminuir el componente público e incrementar el privado pareciera una salida sensata, pero siempre será complejo determinar cuánto de cada uno de ellos, más allá de la aritmética, pues el financiamiento sólo tiene sentido en el campo de la equidad en las contiendas electorales y del fortalecimiento real, efectivo, del sistema de partidos. Hoy, el financiamiento que mediante sus cuotas efectúan los militantes de los partidos está “topado” al equivalente del 2% del financiamiento total para todos los partidos y, para las campañas las aportaciones de candidatos y simpatizantes al 10% del equivalente del límite de gasto para la elección presidencial. Pareciera adecuado incrementarlo, al mismo tiempo surge la necesidad de evitar que la polarización en las contribuciones de los militantes afecte la democracia interna. El financiamiento tiene que ver con las funciones legalmente encomendadas a los partidos y las exigencias de sostener órganos, sedes, publicaciones, etc. Hay que revisar las obligaciones normativas de los partidos que tienen un costo y suprimir las innecesarias o anacrónicas.

Por último, la tensión histórica entre centralismo y federalismo no está resuelta. La forma de gobierno federal no tiene duda constitucional, pero la clase política desde la revolución hasta el presente ha cedido, en mayor o menor medida, a la tentación centralista. El ámbito electoral había resisto esos embates. La reforma de 2014 fue una regresión, que trastocó el sistema federal establecido por los constituyentes de 1917. La reforma que se impulsa, de materializarse, suprimiría lo que queda del federalismo electoral y político. De suceder, lo digo sin ambages, sería una regresión mayúscula, atentaría contra los avances democráticos logrados por el país en más de cuatro décadas.

Javier Santiago Castillo

Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, con mención honorífica por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Candidato a Doctor en Ciencia Política en la misma institución. Es profesor titular “C” tiempo completo de la UAM-I, actuó en los 80's como coordinador nacional de capacitación electoral del Partido Mexicano Socialista; y representante de casilla del Partido Mexicano de los Trabajadores, de cuyo Comité Nacional formó parte. En los procesos electorales de 1991 y 1994 fue Consejero en el XXXVI Consejo Distrital Electoral del Instituto Federal Electoral en el D.F; se desempeñó como coordinador de asesores de Consejero Electoral del Consejo General en el Instituto Federal Electoral; representante del IEDF ante el Consejo de Información Pública del Distrito Federal; y Consejero Presidente del Instituto Electoral del Distrito Federal.